Siempre os contamos historias bastante raras fruto de las cosas
que a mi hermana y a mi se nos pasan por la cabeza, así que, para variar y para
celebrar como es debido el día de difuntos, en esta ocasión vamos a contaros
algo que le sucedió a una buena amiga. Cuando escuchamos su historia, hace ya algunos
años, nos pareció tan increíble, pero por otra parte tan real y próxima, que le
pedimos permiso para ponerla por escrito y, llegado el día, poder contarla al
mundo.
Bien, pues ese día ha llegado.
Que conste que no dudamos ni por un instante de que lo que
nos contó haya sucedido tal y como ella piensa. Tendríais que conocer a Elena
para saber que cree firmemente en lo que le pasó, y que las lágrimas y la
emoción con la que lo cuenta no se pueden disimular. Nosotros podemos dar fe de
que para ella hay un antes y un después de aquello. En su vida ya no hay temor
o dudas y su escala de valores cambió para siempre.
Para conservar la fuerza de la historia, decidimos que lo
mejor sería escribirla en primera persona.
Me llamo Elena y soy una mujer felizmente casada. No
tenemos hijos y la verdad es que no nos importaba. Luis y yo nos habíamos
acomodado a un estilo de vida en el que no encajaban los pañales. Veíamos el
día a día de mi cuñada, con sus tres pequeños, y la verdad es que nunca
llegamos a envidiar su ajetreada vida en la que no había tiempo para otra cosa
que no fuesen los niños. Después de lo que me sucedió, mi percepción de las
cosas ha cambiado de tal forma que me hubiese gustado intentarlo, pero ese
reloj biológico del que todo el mundo habla camina en una única dirección, y
solo con los años te das cuenta de que lo hace demasiado rápido. Con eso no
quiero decir que seamos poco familiares, al contrario. Acudimos los primeros y con
mucho gusto cuando se organiza una fiesta o una reunión, o somos nosotros los
que proponemos alguna actividad para estar todos juntos. Incluso nos llevamos a
los sobrinos al cine o de excursión para dejar que mis cuñados disfruten de
algún fin de semana libre. A los pequeñajos les encantan esos cambios de guion,
y a nosotros también. Es ese día a día con mis sobrinos el que nos hace darnos
cuenta de lo viejos que nos hacemos.
Eso y la falta de un ser querido.
Yo tenía cuarenta y tres años cuando murió mi madre. Se fue
sin previo aviso, de la noche a la mañana, y nos dejó solos, sin más. No
tuvimos tiempo de prepararnos, si es que de algún modo alguien puede prepararse
para un hecho como ese, lo único que nos quedaba era asumir de la mejor forma
posible lo que había sucedido y seguir adelante con el apoyo de los demás. Pero
uno de nosotros no estaba dispuesto a aceptar la nueva realidad.
Yo me había convertido en la persona que mejor conocía a mi
padre y en casi su único familiar, y eso me había cargado con una
responsabilidad inesperada. El mismo día del funeral ya me di cuenta de que
algo pasaba con él, pero quería pensar que se debía a lo que había sucedido y
tenía la esperanza de que el tiempo acabase por curar la herida. Pero eso no
llegó a pasar en ningún momento. Algo en su alma, o lo que quiera que sea que
anime nuestra carne, se desgajó de forma brusca y se fue con mi madre. Supongo
que eso es algo que sucede cuando llevas tanto tiempo con alguien que ya es más
tú mismo que otra persona ¿Quién no ha oído hablar de aquellos que cuando
pierden a su ser querido se quedan sin batería y se abandonan hasta que les
alcanza el fin? Eso es lo que yo creo que le pasó a mi padre, que ya no tenía
ganas de recargar la batería.
Así que cuando esa falta de ganas de vivir se hizo más
patente a mis ojos, se lo comenté a Luis. Quizás solo buscaba descargar mi conciencia
al compartirlo, o que alguien que lo viese desde un punto de vista más alejado
me dijese que estaba equivocada, pero no pasó ni lo uno ni lo otro. Recuerdo la
conversación con Luis, y lo insatisfecha que me quedé con su respuesta. En su
defensa diré que pertenece al género masculino y eso le hace carecer de ese
sexto sentido que poseemos las mujeres para ir un poco más allá de lo evidente.
Luis se limitó a decirme que creía que magnificaba las cosas por estar todavía
afectada por la pérdida de mi madre, y que a su juicio mi padre estaba bien. Y eso
sí que era una verdad objetiva. Mi padre estaba todo lo bien que los análisis
médicos decían que podía estar. Pero él no le conocía como yo, así que tomé una
decisión: aprovecharía que Luis trabajaba por la tarde para ir a tomar café un par
de veces por semana con mi padre. A Luis le pareció bien, porque por aquel
entonces pensaba que veía demasiado a mis amigas y, aunque no me lo decía
abiertamente, que todas estuviesen divorciadas no hacía que a sus ojos fuesen
la mejor influencia. Y si así además lograba tranquilizar mi conciencia, pues
mejor que mejor. El problema era que tenía que hacerlo de una forma sutil y
progresiva, porque si mi padre, que por las buenas era una persona maravillosa,
pero tenía un genio de mil demonios, se olía que podía comenzar a ser una
carga, sería capaz de arrojarse a las vías del tren sin ningún tipo de
remordimiento.
Todo fue genial durante los primeros meses. Incluso llegó
un momento en el que comencé a hacerlo no como un favor, sino porque yo misma lo
necesitaba. Salir del trabajo y acercarme a casa de mi padre se convirtió en
una terapia con la que volví a descubrir el placer de la conversación.
Hasta que un día de invierno que no acababa de clarear sonó
mi móvil a media mañana. Era Betty, la mujer que atendía la casa de mis padres
desde hacía más de veinte años y a la que considerábamos una más de la familia.
A duras penas entendí lo que me decía entre tanto llanto. La buena mujer había
llegado a casa bien temprano, como todos los días, y se había encontrado a mi
padre tirado sobre la alfombra de la biblioteca, frío, con solo un hilo de
respiración, así que hizo lo primero que se le ocurrió: llamar a su hijo Carlos,
que es médico, para que enviase una ambulancia que se lo llevase al hospital.
Tomé las llaves del coche, cogí la gabardina y me fui de la
oficina sin decir nada a nadie. Conduje de forma automática bajo una lluvia
fría y desagradable y el camino hasta el hospital se me hizo eterno. Estaba
enfadada conmigo misma. Me preguntaba una y otra vez si la tarde anterior no se
me habría pasado por alto algún detalle que me hubiese podido advertir de la
tragedia. Avancé por pasillos interminables entre personas que formaban parte
de un decorado al que no prestaba atención. Hablaban y reían como si todo el
mundo tuviese que hacerlo. Yo no podía pensar en otra cosa que no fuese en mi
padre. Nunca fui muy creyente, pero comencé a pedir a quien quiera que pudiese
escuchar mis plegarias que no se lo llevase todavía. Carlos, el hijo de Betty,
me esperaba en la puerta de la UCI y me recibió con un cálido abrazo tranquilizador.
Betty nos había contado un millón de veces lo orgullosa que estaba de su hijo y
cada logro que conseguía en su carrera. Por ella sabía que estaba haciendo la
residencia de ginecología, con lo que no podía haber atendido a mi padre,
porque no era su especialidad, pero me dijo con palabras que yo podía entender
que estaba fuera de peligro. Había sufrido una insuficiencia cardiaca, algo que,
para una persona de su edad, seguramente tendría consecuencias que todavía
estaban valorando pero que, afortunadamente, se había llegado a tiempo. Luis
llegó justo cuando Carlos comenzaba a comentar lo que para él era inevitable,
que papá tendría que ingresar en una residencia en la que estuviese atendido
por personal médico de forma permanente. Al liberarme de la tensión contenida
desde que había recibido la llamada, comencé a llorar de alegría. Lo de la
residencia en ese momento, se me antojaba un mal menor.
Unas horas después, y del mismo modo repentino en el que
nos había abandonado, mi padre regresó de su purgatorio particular y abrió los
ojos. Escrutó la habitación con un gesto que me pareció de contrariedad, pero
cuando fijó la vista en mi sonrió con debilidad.
A partir de ese momento mi padre comenzó a contar las horas
que le faltaban para volver a casa, a la seguridad de su espacio conocido. Yo, mientras
tanto, solo pensaba en cómo comunicarle lo inevitable.
En ese tiempo habíamos decidido poner a la venta la casa
familiar, convencidos por los doctores de que mi padre ya no la necesitaría. En
un fin de semana cubrimos los muebles con sábanas y le ofrecimos a Betty la
posibilidad de seguir con nosotros, aunque sabíamos que lo rechazaría porque siempre
decía, con su gracioso acento venezolano, que ya que tenía edad para jubilarse
iba a aprovechar para viajar y ver mundo.
Las tardes se sucedieron, y entre papá y yo todo volvió a
la normalidad, salvo por una cosa: no cesaba de hablar del pasado y de mamá, a
todas horas. Como si no existiese el presente, pero, y eso era lo que más me
preocupaba, como si no hubiese futuro. Yo escuchaba las historias, alguna de
ellas nueva para mi, con los ojos empañados en lágrimas.
Los plazos de la recuperación se acortaron de forma
sorprendente. Tanto fue así que los doctores no salían de su asombro y así me
lo comentaban cada vez que nos reuníamos. Uno de ellos incluso llegó a
mencionar como algo sumamente importante el hecho de que hubiese recibido visitas
todos los días, mañana y tarde. Mantener el vínculo lo llamaba él.
Desconcertada, le pregunté al doctor quién había visitado a mi padre por las mañanas,
y él solo acertó a responder que había visto a una señora a su lado en la cama
en varias ocasiones, y que le constaba que los enfermeros también la habían
visto. Tan extrañada me vio que incluso llegó a preguntarme si todo estaba
bien. Hasta que Luis sugirió que quizás había sido Betty en una demostración
más del cariño que sentía por nuestra familia. La verdad es que yo estaba tan
contenta por cómo se estaba desarrollando todo, que no le di más importancia al
asunto.
Y llegó el día del alta. Ya no podíamos demorar más lo
inevitable. Pero sucedió lo que me temía. Menos mal que la brutal crisis
inmobiliaria había impedido que vendiésemos la casa a la primera y que habíamos
decidido esperar a tiempos mejores. En cuanto mi padre ese enteró de nuestros
planes, montó en cólera de tal forma que pensé que le daría de nuevo un ataque.
A todos los que estábamos en la habitación nos quedó claro que no estaba
inhabilitado, que nadie vendería la casa sin su consentimiento y que, si
llegaba el caso, moriría entre aquellas cuatro paredes. Una vez que había
puesto los puntos sobre las íes, y mientras caminábamos por aquellos
interminables pasillos hacia el aparcamiento, Carlos se acercó para despedirnos
y, cuando nos quedamos a solas, yo le agradecí el detalle que Betty había
tenido con mi padre al visitarlo todos los días. Y su gesto de extrañeza me
recordó al mío cuando me lo había contado el doctor la primera vez.
Inmediatamente bajó la mirada al suelo avergonzado y me dijo que no podía haber
sido su madre, porque había sido incapaz de volver a ver a mi padre, ya que
decía que le traía demasiados recuerdos dolorosos. Recuerdo que balbuceé que
quizás se había acercado alguna mañana sin que él lo supiese, pero Carlos
descartó de forma tajante esa posibilidad.
–Tiene que tratarse de otra persona –me dijo–. Mi madre se
fue con la familia a Venezuela nada más que cerrasteis la casa.
Yo iba a añadir algo, pero en ese momento anunciaron su
nombre por megafonía, así que se disculpó, me hizo la diplomática promesa de
permanecer en contacto y desapareció engullido por un ascensor atestado de
gente.
La verdad es que con el cambio de planes tuvimos que hacer
tantas cosas, y con tanta urgencia, para que papá volviese a vivir en su casa,
que ninguno de nosotros volvió a darle vueltas al asunto de las visitas. Limpiamos
la casa y contratamos de nuevo todos los servicios. Entrevistamos a decenas de
personas con titulación de enfermería y experiencia suficiente para que pasara
con él las noches. En alguna ocasión, agotada en la cama, recordaba aquel cabo
suelto y me decía que tendría que comentarlo con mi padre más adelante, pero
ahí se acababa todo.
Hasta que una tarde radiante de primavera, después de que
llamase de forma insistente a la puerta y que nadie me abriese, utilicé mi
llave para entrar. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que pudiese haber
un problema. Mi padre había vuelto a ser aquella persona que siempre estaría
ahí. No recuerdo bien, pero creo que pensé que podía haberse dormido. Hasta que
lo oí hablar. Su voz salía de la biblioteca, y parecía dirigirse a otra
persona. Me acerqué sin hacer ruido preguntándome quién sería su amigo, y en
ese instante comencé a oír otra voz que conocía muy bien pero que hacía mucho
tiempo que no escuchaba. Luis me creyó sin dudas cuando se lo conté, y sabe que
no estoy loca, pero me preguntó en mil ocasiones de qué estaban hablando y yo,
a pesar de haberlos oído con claridad, no sé qué responderle. Y desconozco la
razón porque, hasta donde yo sé, las lágrimas solo afectan a la vista, no al
oído.
Esperé un instante que me pareció una eternidad, pero nadie
volvió a hablar, así que con el temor de haber roto un momento mágico, entré a
la biblioteca.
Recortadas contra la luz del gran ventanal, dos siluetas
cogidas de la mano parecían contemplar el atardecer. Ante mi sorpresa, las dos
formas se dieron la vuelta y me miraron. Y juraría que se despidieron mientras
se desvanecían con la luz.
Papá estaba muerto, sentado con placidez en su sillón
favorito, y en el aire permanecían los rescoldos del perfume de mamá.
Yo sé lo que vi, y aquella imagen, que tengo grabada a
fuego en mi memoria, no me la podrá robar nadie. Todavía conservo la casa de la
familia, su casa, con su biblioteca y sus libros. Se los guardo por si algún
día deciden volver al sitio en el que se sienten seguros. Las personas
necesitan lugares a los que acudir cuando están perdidas, sitios en los que se
puedan reunir con las personas a las que quieren. Ahora sé quién visitaba a mi
padre todas las mañanas, y también que lo hizo hasta que llegó el momento de
acompañarlo en su viaje final. Por eso ya no tengo dudas de que los que
queremos velan por nosotros y que estarán ahí cuando los necesitemos. Por eso
ya no tengo miedo. Solo espero que mi experiencia sirva para disipar los
temores de los que sufren al pensar qué habrá al otro lado.
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