Tomamos las armas y nos dirigimos con rapidez al lugar del
que provenían las voces de alarma. En las afueras del pueblo, justo en la
frontera que separaba la zona iluminada por las hogueras de las sombras de la
noche, los hombres de la guardia señalaban a un punto en la oscuridad.
Comentaban excitados que habían visto a alguien acercándose al campamento. En
ese momento las nubes de tormenta se abrieron para dejar que la luna lo
iluminase todo con el color del hierro frío, y vimos la silueta de un jinete
que cabalgaba sin prisa hacia nosotros. La montura del extraño se detuvo a unos
pasos de la zona iluminada.
—Lejos de vuestras altas murallas ya
no parecéis tan arrogante, rey Arturo —espetó el extranjero desde la protección
de las sombras.
—¡¿Qué es lo que queréis de nosotros?!
—gritó Arturo.
—Tal y como os decía anoche, solo
quiero que me devolváis algo que vuestra hechicera que juega con el agua me
robó mediante engaños. Me ha llevado mucho tiempo, y por el camino se ha
vertido mucha sangre, pero sé que he llegado al final del camino. Estoy tan
cerca que ya puedo oír su canto. No podéis esconderla más.
—No sé a qué os referís...
—Por supuesto que sabéis a qué me
refiero, puedo leerlo en vuestros ojos. En vuestras pesadillas siempre
temisteis que llegase el momento en que su legítimo dueño acudiese a reclamarla
—el extranjero hizo una pequeña pausa en la que muchos comenzaron a preguntarse
qué era tan importante como empujar a alguien a atravesar el mundo e iniciar
una guerra. Todos menos Arturo... y yo—. La habéis bautizado como Excalibur,
pero el mero hecho de poner nombre a algo que nunca lo tuvo no la hace vuestra.
Los hombres se estremecieron al oír
aquellas palabras. En el pasado, cuando nuestros enemigos estaban a punto de arrollar la última y
desesperada resistencia de Camelot, Inué se apareció en el lago ante Arturo y
le ofreció la espada mágica como muestra de su amor por él. A partir de ese
momento no solo logramos rechazar a los demonios que asediaban la fortaleza, si
no que comenzamos a contar nuestras batallas por victorias. Y así fue hasta que
conseguimos arrojar a los enemigos de Avalon y a sus aliados nigromantes a los
profundos infiernos de los que habían salido. Pero poco después de lograr que
la paz volviese al reino, Arturo, que se había enamorado perdidamente de la
hermosa Ginebra, la eligió como esposa, y eso hizo que Inué desapareciese para
siempre, con el corazón destrozado por el despecho, no sin antes mostrar su desprecio por todo lo que tuviese
que ver con las cosas de los hombres. Nunca supimos cómo se había hecho Inué
con la espada mágica. Arturo se limitó a aceptar que la espada lo había elegido
a él, y a los demás nos bastó con saber que la usaba con sabiduría para ganar
nuestras guerras. Y no podíamos imaginar un hombre más justo para custodiarla.
Aunque no conocíamos el origen del
increíble poder de Excalibur, los que estábamos más cerca de nuestro rey pronto
nos dimos cuenta de que la espada lo estaba cambiando. Podíamos verlo en su
rostro, cada vez más avejentado, y en su carácter, más huraño y reservado.
Incluso Ginebra había llegado a
comentarme con preocupación que aquel hombre que portaba la corona poco o nada
se parecía al que la había desposado. Parecía que Excalibur se alimentase de
Arturo cada vez que la empuñaba. Quizás por eso decidió que lo mejor sería
dejarla a buen recaudo en Camelot hasta que volviese a necesitarla, cuando solo
fuese posible combatir al fuego con el fuego.
—Yo tan solo soy el custodio de la
espada. Excalibur pertenece a los hombres libres y es ella la que decide quien
será el que la empuñe cuando llegue el momento —Arturo parecía que tuviese
preparada la respuesta desde hacía mucho tiempo.
—Pues como hombres libres moriréis,
tal y como lo hicieron los pescadores de este pequeño pueblo, mientras lloraban
y pedían tu ayuda a gritos para impedir que degollásemos a sus hijos y
bebiésemos su sangre. Pero tú no podías oírlos, Arturo, porque estabas
escondido en tu fortaleza, temblando de miedo, rodeado de un ejército de
cobardes.
Esa última frase fue más de lo que
cualquier corazón que albergase una pizca de valor hubiese podido soportar. Y
así fue como sucedió lo que el extranjero había venido a buscar.
De nada sirvieron los gritos de los
capitanes, que intentaron hacerse oír por encima de los alaridos enardecidos de
los soldados, para que volviesen atrás y mantuviesen la formación. Los primeros
hombres que se arrojaron tras el extranjero contagiaron al resto, y al instante
nos vimos envueltos en una desenfrenada carrera hacia la oscuridad. Ante
nuestra alocada embestida, el jinete se limitó a dar media vuelta e internarse
en las sombras de la noche mientras mantenía la distancia con nosotros,
manejando con destreza el trote de su caballo.
Nada más abandonar la seguridad de la
luz del campamento, las nubes comenzaron a cerrarse de nuevo sobre nuestras
cabezas y una densa oscuridad nos envolvió hasta cegarnos casi por completo.
Habíamos cometido un error al seguir el juego del extranjero, y en ese momento
nos dimos cuenta de que podríamos acabar pagándolo muy caro. El jinete detuvo
su calculada huida y se enfrentó a
nosotros.
—¡Bienvenidos, caballeros, a mis
dominios, al reino de la oscuridad! Aquí puedo ver la sangre bajo la piel, oler
el miedo que respiráis, escuchar vuestros susurros. Al igual que pueden hacerlo
ellos —y señaló a la oscuridad que nos rodeaba—. Ha llegado el momento de que
conozcáis a mis hijos... —y a esa frase le siguió una risa que nos heló la
sangre en las venas.
—¡Rodead al rey! ¡Proteged a Arturo!
—grité al darme cuenta de que apenas podíamos ver dónde estábamos.
El jinete levantó la mano para dar la
orden que las huestes de la oscuridad estaban esperando. A nuestro alrededor
comenzó a crecer un murmullo que pronto se convirtió en un vendaval que ahogaba
cualquier voz. De las copas de los árboles más próximos comenzaron a caer
demonios, y la tierra bajo nuestros pies se abrió para vomitar monstruos. Pero
eso no fue lo que más aterrorizó a mis hombres. Lo que casi les hizo perder el
sentido fue reconocer entre ellos a los hombres, mujeres e incluso a los niños
que habían desaparecido del pueblo. Todos parecían poseídos por un mal que los
había transformado en bestias que nos atacaban con una fuerza descomunal.
Embestían como un muro de carne putrefacta, que arañaba y desgarraba con uñas
de acero, y de vez en cuando se llevaban a alguno de los nuestros que no habíamos podido defender, para después echarse sobre él como
una manada de lobos, desmembrarlo y beber su sangre. Jamás habíamos combatido a
enemigos como aquellos. El acero los atravesaba una y otra vez, y cortaba su
carne, pero no parecía hacer mella en ellos. Nos superaban en número, y también
en agilidad, y enseguida me di cuenta de que jamás lograríamos derrotarlos si
no nos quitábamos nuestras pesadas armaduras, así que ordené a los que estaban
más cerca que se deshiciesen de ellas en cuanto pudiesen, pues de otra forma
seríamos presas fáciles. Cerramos filas y comenzamos a retroceder paso a paso
hacia la luz, y mientras intentábamos alejarlos con las espadas, cortábamos con
los cuchillos las cintas de cuero de la armadura y dejábamos que las pesadas
placas cayesen una a una. Con los sentidos embotados por el olor de nuestra
propia sangre, y el aliento de sus pestilentes bocas en nuestras caras, apenas
podíamos ver más allá del hombre que luchaba codo con codo a nuestro lado. Con
un afortunado golpe de la espada corté la cabeza al monstruo que tenía frente a
mi y, antes de que otro llegase para reemplazarlo, busqué con desesperación a
Arturo en el caos de la batalla. Cuando comprobé que el pequeño grupo de
hombres que lo defendía casi había llegado hasta las hogueras, di gracias al
cielo. Arturo no era más que un hombre, con sus virtudes y debilidades, pero en
los años más oscuros del reino había llegado a convertirse en mucho más que un
rey, y era el líder que necesitábamos para poder acabar con la nueva amenaza.
Y entonces fue cuando la vi a ella.
La pálida figura de Ginebra se abría
camino entre los demonios como si no existiesen y avanzaba hacia Arturo, que al
verla dejó de luchar y clavó la espada en tierra, quizás cansado, quizás
desconcertado. Acuchillé a otro de los monstruos y le grité que resistiese un
poco más, solo hasta que pudiésemos llegar hasta él, pero el hombre que nos
había guiado hasta la victoria en tantas ocasiones parecía ajeno a lo que
sucedía a su alrededor. Tan solo tenía ojos para Ginebra, que continuó
acercándose hasta quedar a un paso de él y extendió la mano mientras le decía
algo al oído. Arturo, que estaba desarmado incluso antes de entregar su espada,
clavó la rodilla en tierra, agachó la cabeza y levantó la espada con las dos
manos sobre la cabeza en señal de sumisión. Ginebra tomó el arma y se giró para
entregarla a las sombras, que se materializaron en la forma del caballero
oscuro. El demonio la sopesó y después la partió en dos con las manos desnudas
mientras profería un aullido de rabia que recorrió el campo de batalla y detuvo
la contienda por un instante.
Eso rompió el hechizo que pesaba sobre
Arturo, que cayó de espaldas asustado. Pero para él ya era demasiado tarde. El
extranjero tomó al rey por el pecho, lo levantó sin apenas esfuerzo y hundió los
colmillos en su cuello como lo haría un animal. Nuestro rey dejó de luchar y
sus brazos cayeron inertes. Cuando acabó con él, el demonio arrojó a Arturo a
un lado como si fuese un trozo de carne muerta.
—¡Matadlos a todos! —gritó, y su voz
estalló con el estruendo de un trueno.
Cansados y heridos como estábamos,
vimos cómo las amenazadoras sombras se reorganizaban a nuestro alrededor y se preparaban
para el último asalto.
—¡Hombres de Avalon, puede que no
volvamos a ver la luz del día, pero venderemos caras nuestras vidas! ¡Por
Arturo! —grité a los pocos que todavía se mantenían en pie. Estaba seguro de
que todo acabaría esa misma noche, en aquella fría y oscura tierra alejada de
Camelot, pero hasta ese último momento intentaríamos honrar la sangre derramada
por los nuestros.
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