—La verdad es que necesitaba salir de
ese restaurante. Estaba empezando a sufrir una sobredosis de familia.
Mis palabras sonaron un poco pastosas,
así que me tomé otro trago de cerveza. Nick sonrió sin apartar la vista de la
carretera. Su sonrisa era fruto de la sinceridad etílica. Él había bebido tanto
como yo, pero parecía que le había sentado un poco mejor. Menos mal, porque era
de noche y, a pesar de la claridad de la luna y que apenas había tráfico,
aquella carretera tenía unas curvas tan cerradas y el firme estaba en tan mal
estado que debía ser peligrosa incluso a plena luz del día.
—Ahora que somos familia —dijo Nick—,
tenemos que guardarnos las espaldas. Relájate, déjate llevar. Ya me darás las
gracias después.
—Oye, muchachote, no sé que tipo de
sorpresa es esa que me tienes preparada —le dije mientras me acercaba un poco a
él y le tomaba del antebrazo—, pero, por si te he dado algún tipo de señal
equivocada esta tarde, quiero que sepas que me gustan las mujeres...
Nos reímos tanto y tan fuerte, que en
la siguiente curva no pude evitar regar el salpicadero con la cerveza de mi
lata, lo que desencadenó otra serie de carcajadas que amenazaba con no terminar
nunca. No nos conocíamos de mucho, pero con las personas se tiene química o no,
y estaba claro que con Nick había sido un caso de amor a primera vista.
Solo a mi hermano se le podría ocurrir
ir a casarse a Australia. Además, y para acabar de arreglar la situación, había
ido a elegir a la que sería su mujer a un pequeño pueblo costero de nombre
impronunciable en el sur del continente. Eso me había costado varios días de
viaje en avión, e interminables jornadas en coche por carreteras nauseabundas.
Pero qué se le iba a hacer, solo tenía un hermano pequeño y esperaba que no se
casara más que una vez, o que si lo hacía de nuevo no fuese en las antípodas
del mundo civilizado. Nick era el hermano de la novia, y me había sacado de la
fiesta con la promesa de una sorpresa. Cuando la vieja y destartalada furgoneta
detuvo su marcha y Nick apagó las luces, me quedé sin palabras. Ante de
nosotros se abría una pequeña cala iluminada por la plateada luz de la luna
llena. Aún en blanco y negro parecía un paraje maravilloso. La sorpresa fue aún
mayor cuando me di cuenta de que en el agua había no menos de diez sombras que
cogían olas constantemente. Eran muy buenos. Lo primero que hice fue sacar mi
móvil para tomar unas imágenes de aquellos fantasmas que se deslizaban sobre el
agua como si estuviesen esquiando. Cuando Jeremy lo viese se moriría de envidia.
Habíamos hecho muchas cosas juntos, pero estaba seguro de que nunca había
surfeado por la noche. Si conocía un poco a mi hermano menor, al día siguiente
estaría buscando esa playa para coger olas nocturnas.
—Es una pequeña playa a la que no viene
demasiada gente. Absurdas supersticiones que tienen que ver con una vieja
leyenda de terror de los aborígenes —explicó Nick—. Como un pajarito me contó
que os gusta el surf, me imaginé que te encantaría remojar las tablas que llevo
atrás y que les he robado por una noche a los colegas.
—Nicholas Anderson Phatiguddy. Ahora
mismo sería capaz de besar esos labios tan sensuales que tienes sin dudar —le
dije mientras me giraba en el asiento y comprobaba que, en la parte de atrás de
la furgoneta, lo que en un principio había tomado por un ataúd no era más que
un par de tablas de surf.
El surf para mi familia era más que una
religión. Mis padres se habían enamorado cogiendo olas en California, y ahora
mi hermano había conocido a su mujer en unas vacaciones en las que buscaba las
olas salvajes de Khialúa. La historia se repetía. El universo conspiraba para
que todo encajase a la perfección. No se puede luchar contra el karma.
—Gracias, gracias. Pero cambio esos
besos por una docena de donuts de chocolate glaseados —respondió Nick entre
risas—. Y ahora vamos allá, que la marea está en su mejor momento.
No
sé si Nick hubiese preferido quedarse en la arena —decía que no surfeaba porque
el Señor no lo había diseñado con una adecuada línea hidrodinámica— pero,
cuando vio mis movimientos tambaleantes a la hora de despojarme de la ropa,
decidió acompañarme como guardaespaldas acuático. No pude evitar reírme cuando
Nick dejó al descubierto unos calzones floreados y su cuerpo enorme y fláccido.
A buen seguro que pondría a prueba la flotabilidad de la tabla.
Corrí haciendo eses por la arena, con la tabla
bajo el brazo y trastabillando cada dos pasos, al ritmo que marcaba mi
perjudicado sentido del equilibrio. Mi cabeza tenía claro que el objetivo era
llegar al mar, pero el alcohol en la sangre había tomado el control de mis
extremidades y me movía como una marioneta manejada por un niño de tres años.
Detrás de mi podía escuchar la voz de Nick, que me rogaba que aflojase el paso. Un dolor agudo me
detuvo e hizo hincase de rodillas en la arena. Solté la tabla y me palpé el
pie. No podía ver muy bien, pero mis dedos resbalaban sobre la piel. Algo me
había hecho un corte. Seguramente una concha, pero con la anestesia que llevaba
encima apenas sentía el dolor. Un pequeño contratiempo que no podía distraerme
de mi objetivo final. Levanté la vista hacia el mar y respiré hondo. Ya
estábamos muy cerca. Podía oír con claridad las olas romper con suavidad y
arrastrar la gravilla en el retroceso. El olor del mar batido estimulaba mis sentidos.
A mi alrededor las sombras se movían hasta el punto de producirme vértigo. Miré
a Nick, que resoplaba. Estaba apoyado en su tabla. En la mano llevaba un pack
de Buds. No hizo falta que nos dijésemos nada. Me levanté como si nada hubiese
sucedido y retomé mi carrera suicida hacia las olas.
El
agua fría despejó un poco mi cabeza, pero no lo suficiente como para evitar que
me adentrase en el mar en una playa desconocida e iluminada solo por la luz de
la luna. La tabla estaba bien cuidada y se deslizaba sobre las olas con
facilidad. Mientras remaba, podía ver a las oscuras siluetas cogiendo olas una
y otra vez, sin descanso. Hacían que todo pareciese muy fácil. Eché la vista
atrás. Nick se había tumbado sobre la tabla y había comenzado a remar, así que
continué hacia delante. Ahora la luna brillaba en lo más alto y podía verlo
todo con más detalle. Entonces fue cuando presté atención a algo que disparó mi
adrenalina. A mi derecha se recortaban las sombras amenazadoras de rocas
afiladas. La sensatez y la cordura se impusieron de nuevo a la locura de mis
actos y en ese momento me di cuenta de que podía haber cometido un error de
cálculo. Empecé a darme cuenta de lo peligrosa que se estaba tornando la
aventura, pero ahora era mi orgullo el que me impedía retroceder. Aquellos hombres
asumían riesgos excesivos y alguno de ellos parecía realizar trayectos
imposibles, con giros dignos de los mejores, pero seguramente conocían a la
perfección la playa. Cada vez que me alcanzaba una ola los perdía de vista y me
concentraba en encararla sin caerme de la tabla. Eché la vista atrás de nuevo y
comprobé que Nick todavía me seguía. Aflojé la marcha para permitir que me
alcanzase. No podíamos surfear en unas aguas como aquellas, desconocidas y
llenas de escollos. Yo no estaba tan loco. Nos limitaríamos a quedarnos detrás
de las olas, disfrutando del espectáculo que aquellos hombres nos brindaban.
Esperaríamos al amanecer si fuese preciso. Me atraía la idea de ver salir el
sol sobre una tabla.
Al
fin llegamos a un punto en el que pudimos estabilizar nuestras tablas y
sentarnos a horcajadas sobre ellas. Nick se las había arreglado para remar
sujetando las cervezas sobre la tabla con su barbilla. Cada vez me caía mejor
aquel hombre. Después de tanto remar ambos nos permitimos un momento para
recuperar el resuello y disfrutar del paisaje.
—Mi
querido amigo, esto es fabuloso —dije.
—Sí,
seguramente seré capaz de apreciarlo en cuanto recupere el aliento. Dame un
segundo nada más.
Sonreí
y me dispuse a disfrutar del espectáculo. Aquellos hombres eran increíbles. Yo
no había visto nunca algo parecido. No era raro encontrar a alguien bueno
haciendo surf. O muy bueno incluso. Lo extraño era ver que todos los que
estaban en el agua cabalgasen las tablas de aquella forma, como si gobernasen
las corrientes a su antojo. Quizás había algo de antinatural en sus
movimientos, algo que no era capaz de precisar, pero que era tan extraño como
ver agua fluyendo ladera arriba.
Todo
eso se quedó en un segundo plano en cuando me di cuenta algo que heló mi
sangre.
Estoy
acostumbrado a nadar en alta mar, y conozco perfectamente las aletas caudales
de los delfines, por eso supe al instante que aquellos triángulos que cortaban
el agua a corta distancia de donde nos encontrábamos solo podían pertenecer a
esa clase de peces que pueblan nuestras pesadillas. Me di cuenta de que las
pequeñas corrientes que me zarandeaban podían estar producidas por las bestias
que nadaban bajo nuestras tablas. En ese momento hasta me pareció sentir el
leve roce de una piel áspera como la lija. Inmediatamente saqué mis pies del
agua y los subí a la tabla.
—¡Dios
mío, Nick, el agua está plagada de tiburones!
—¿De
qué demonios estás hablando? —Nick retiró sus pies del agua y se aovilló sobre
la tabla con tanta rapidez que a punto estuvo de caerse—. Si es una broma no
tiene ninguna gracia.
—Nunca
se me ocurriría gastarte una broma así —le comenté con preocupación, mientras
aguzaba la vista y comprobaba que podía distinguir más y más tiburones nadando
a nuestro alrededor.
La
fiesta de la boda de mi hermana parecía ahora un suceso muy lejano en el
tiempo. El terror que sentía por la presencia de los escualos me había
despejado por completo. No estábamos en nuestro elemento. Nos encontrábamos
totalmente indefensos y a merced de los mayores depredadores del océano. Por
supuesto que echarme al agua y nadar hasta la orilla estaba descartado. No se
me ocurría nada salvo esperar y confiar en que aquello fuese una especie de
parada nupcial de esas que salían en los documentales, y que aquellas bestias
estuviesen tan ocupadas haciendo lo que hubiesen venido a hacer a esa playa que
no tuviesen hambre, o que por lo menos no reparasen en nuestra presencia. No
era normal una concentración de tiburones tan grande y quizás esa fuese la
razón por la que los aborígenes evitaban aquellas aguas. El alcohol todavía no
me dejaba pensar con la claridad y la rapidez que la situación requería, pero
aún así me di cuenta de que había más personas en el agua que seguramente
desconocían que había tiburones.
—Nick,
tenemos que acercarnos hasta esa gente y decirles que hay tiburones en el agua.
—¿Ah,
sí? ¿Y cómo se supone que quieres hacerlo? Yo no pienso meter las manos en el
agua para remar y acercarme hasta ellos —me contestó con una voz tomada por la
histeria—. Por mi como si se los comen a todos. Es más, quizás entonces ya no
tengan más hambre y nos dejen en paz a nosotros.
Solo
pensar en la profundidad que debía de haber bajo nuestras tablas me producía
vértigo, y tampoco me hacía ninguna gracia meter las manos en el agua para
remar. Todo el mundo sabía que los escualos tienen un sentido muy agudo que
detecta las vibraciones en el agua y les dirige sin margen de error hacia su
presa. Usé mis manos a modo de altavoz y grité lo más alto que pude.
—¡Tiburón!
¡Hay tiburones en el agua!
Inmediatamente
se produjo un cambio en el despreocupado comportamiento de los hombres que
estaban más cerca, algo que me
hizo pensar que quizás había logrado mi objetivo. Satisfecho por haber hecho lo
posible por aquellos que estaban compartiendo la terrible experiencia con
nosotros, me concentré en nuestra propia supervivencia. Recordé que tenía una herida en el pie
y, aunque fuese pequeña, no dejaba de ser un peligro. Los tiburones podían
detectar una gota de sangre en un volumen increíble de océano. Volví a mirar a
aquellos hombres para ver su forma de enfrentarse a la situación. Quizás su
comportamiento nos diese una pista acerca de cómo proceder. Parecía que había
más sombras en las olas que antes, como si en vez de intentar quedarse en la
playa, hubiesen vuelto todos al agua. Mi sexto sentido me decía que algo iba
mal. Recordé los movimientos que antes me habían parecido tan extraños y empecé
a temblar cuando varias de aquellas figuras se acercaron hasta donde estábamos desafiando
toda lógica, pues se movían manejando sus tablas contracorriente.
—Quizás
tengan algún tipo de mecanismo, no sé. Algo así como un motor —me comentó Nick,
que también se había dado cuenta de lo extraño de sus movimientos.
—Sí,
quizás se trate de eso... —contesté desconfiado–. No vamos a tardar mucho en
conocer la respuesta.
Ambos
guardamos silencio mientras se acercaban a nosotros. Podíamos oír los chapoteos
de los grandes escualos bajo nuestras frágiles tablas, que se mecían a merced
de las corrientes que creaban los peces. Las sombras tardaron en llegar hasta
nosotros más de lo que en principio habíamos pensado, porque habíamos calculado
mal la distancia ya que todos eran bastante más altos que nosotros. Nos
rodearon cinco de ellos. Parecían desplazarse sobre el agua, pues yo no
alcanzaba a ver sus tablas. Uno de ellos se encaró con nosotros con descaro
mientras los demás giraban a nuestro alrededor inquisitivos y con pose
orgullosa. Sentía que nos estaban observando del mismo modo en el que nosotros
miraríamos a un mono, entre curiosos y divertidos. Nos quedamos sin habla cuando
pudimos verlos más cerca. Los cuerpos de aquellos humanoides estaban cubiertos
por completo por alguna especie de escamas plateadas que relucían a la luz de
la luna.
—Tiene
que ser alguna especie de traje extraño —comencé a comentar, consciente de que
no conocía neoprenos que ajustasen como aquellos, y negándome a aceptar la
posibilidad de que pudiese tratarse de su piel.
Fue
entonces cuando Nick se dio cuenta de algo que me dejó más perplejo.
—Dios
mío, cabalgan a los tiburones.
Y
entonces pude ver con sorpresa que aquellos que giraban a nuestro alrededor
dirigían con pericia a varios escualos con sus pies. Por eso me habían parecido
tan raros sus movimientos en el agua al principio.
Aquel
que se erguía frente a nosotros se acercó aún más y nos habló. O eso intentó. Al
estar tan cerca pude comprobar que su cabeza tenía significativas diferencias
con las nuestras. Era difícil poder fijarse en detalles por la falta de luz
pero, por lo que podía ver a simple vista, solo se parecía al cuerpo humano en
la simetría. Su cabeza no tenía pabellones auditivos, y en el lugar en el que
deberían estar situados alcancé a ver unos pequeños orificios. En el cuello de
aquellos extraños seres se dibujaban unas líneas paralelas que se abrían y se
cerraban rítmicamente y que parecían agallas. Sus ojos eran bastante más
grandes que los humanos y estaban dispuestos mucho más separados que los
nuestros, y no pude apreciar nariz alguna en aquellos rostros.
No
conozco disfraces tan perfectos.
El
hombre pez se dirigió a nosotros con una interminable serie de chasquidos y
clics, y en varias ocasiones su boca dejó al descubierto una apretada hilera de
dientes blancos y delgados como agujas. Yo miré a Nick, incapaz de entender lo
que aquel ser quería transmitirnos. Mi amigo lloraba y temblaba. A nuestro
alrededor el agua se agitaba con violencia cada vez que alguno de los grandes
escualos se acercaba mientras el resto de los hombres pez estrechaba el
círculo.
—Yo
no sé qué es lo que quieren de nosotros. No puedo entenderles —conseguí oír a
Nick por encima del discurso del hombre pez, cuyo tono se estaba volviendo
amenazador. Mi amigo estaba fuertemente agarrado a su tabla, y en ese momento
sufrió una arcada y vomitó.
Al
ver a Nick, el ser elevó el tono de su discurso y se acercó a él. Sin previo
aviso, su mano palmeada atrapó las cervezas y se las arrancó de las manos sin
contemplaciones del mismo modo en el que un adulto le arrebataría el juguete a
un niño, lo que me dio una idea de los poderosos músculos que se escondían bajo
aquella piel plateada. El hombre pez elevó su trofeo al cielo estrellado y se
dirigió a los suyos con un tono desafiante que los demás corearon, y arrojó las
latas casi sin esfuerzo hasta la arena de la playa, a unos doscientos de metros
de donde estábamos. Después se dirigió hasta mi posición
y, al pasar a mi lado, tomó mi tabla y la volcó, arrojándome al mar.
Yo
no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
El
brusco movimiento me pilló por sorpresa, con los pulmones vacíos de aire. El
tiempo se detuvo. Por un instante no sabía qué era arriba y qué abajo. Las
corrientes de agua producidas por los tiburones que nadaban a nuestro
alrededor, y que a mis ojos desorbitados aparecían como enormes sombras, me
volteaban sin piedad. El terror se apoderó de mi cuerpo y mis movimientos en
aquel medio, que no era el mío, rodeado de los más terribles depredadores del
océano, se hicieron espasmódicos. Yo a duras penas podía verles en aquellas
aguas oscuras, pero estaba seguro de que ellos a mí sí. Qué forma más cruel de
morir, pensé. Una cabeza cónica de un tamaño descomunal me empujó. Pude ver sus
ojos fríos a la altura de los míos y, cuando el aire encerrado en mis pulmones estaba
a punto de consumirse y yo sabía que no llegaría a tiempo a la superficie para
renovarlo, una mano de hierro tiró de mí y me elevó sobre las olas. Mis
pulmones estaban a punto de estallar y todos los recursos de mi organismo se
volcaron en hacer que el aire llegase de nuevo a ellos. El hombre pez me acercó
hasta su cara y pronunció dos palabras que volvió a repetir una y otra vez. Los
demás corearon esas dos palabras. Escuché a Nick llorar. Yo balbuceaba y
escupía agua, incapaz de entender qué querían de mí, hasta que me arrojó de
nuevo lejos de él. Esta vez estaba preparado, y en el trayecto hasta el agua
tomé aire dispuesto a enfrentarme de nuevo a los monstruos marinos. Pero no me
sumergí en el agua. Aterricé en el lomo de un enorme tiburón, e instintivamente
me así a su aleta caudal para no caerme. Su piel como la lija ayudaba a la
sujeción, pero los movimientos enérgicos de su cuerpo para avanzar por el agua
a punto estuvieron de descabalgarme en más de una ocasión. Creí que aquel ser
había fallado a la hora de arrojarme lejos hasta que me di cuenta de que esa
había sido justamente su intención. El tiburón se dirigió de nuevo al grupo de
extraños seres, que todavía rodeaban a Nick, así que pude ver al hombre pez
partir sin dificultad mi tabla en dos y arrojar los pedazos a la playa.
Entonces
comprendí qué era lo que pretendían.
Ellos
seguían gritando, coreando aquellas dos palabras. Querían que surfeara con su
tiburón. Escuché a Nick gritar, implorándome que no le abandonase, pero de
alguna forma supe que me estaban dando una oportunidad, y que no podía
desaprovecharla. Con mi cuerpo temblando de miedo, intenté incorporarme y me di
cuenta de que era mucho más fácil de lo que en principio pensaba. La bestia
bajo mis pies comenzó a nadar de forma vigorosa hasta que llegó al punto en el
que la fuerza de la ola que crecía a nuestras espaldas comenzó a empujarnos, y
nos envolvió. Mis pies sabían lo que tenían que hacer en ese momento, y así se
lo comunicaron presionando en uno u otro sentido al tiburón, que inmediatamente
modificaba el rumbo para aprovechar mejor el impulso de la ola. La comunión con
el escualo era perfecta y tengo que reconocer que jamás había sentido algo
parecido sobre una tabla. Los siguientes fueron los segundos más excitantes —y
también más aterradores— de mi vida. Cuando la ola murió, y el nivel de adrenalina en mi sangre estaba de
nuevo en unos niveles aceptables, comencé a preocuparme de nuevo por mi
integridad. La arena de la playa cada vez estaba más cerca, pero yo seguía
cabalgando un tiburón, y no sabía cómo podía terminar la aventura. No tuve que
preocuparme más por ese asunto. Al llegar a una distancia determinada de la
playa, el animal se sacudió y me arrojó al agua como si fuese un insecto.
Aterrorizado de nuevo al encontrarme otra vez en el agua con la bestia, me
incorporé con rapidez y aclaré mis ojos con las manos para darme cuenta de que
ya no tenía nada que temer. El agua apenas me cubría por la cintura y el
tiburón, seguramente para no quedar atrapado aguas tan poco profundas, se había
deshecho de mí para dar media vuelta y dirigirse de nuevo al mar abierto.
Cuando
llegué a la playa, cansado y desorientado, varios de los hombres pez me
esperaban formando un pasillo que yo entendí como una muestra de respeto. En es
momento pude ver con claridad las agallas en los cuellos que se hinchaban al
ritmo de su respiración. Caminé hacia la furgoneta sin mirar atrás y, cuando
llegué a ella, giré la vista hacia el mar solo para comprobar que ya no había
ni rastro de los hombres pez.
Esperé
lo que me pareció una eternidad a Nick, pero no me atreví a pisar la playa de
nuevo. No podía hacerlo. El terror paralizaba mi cuerpo.
Al
amanecer, una patrulla de la policía local me encontró aferrado al volante de
la furgoneta. Al parecer, nos estaban buscando desde la noche anterior, cuando
la familia había denunciado nuestra desaparición. Fue necesario sedarme para
poder llevarme de vuelta con los míos.
Cuando
me tranquilicé y les conté lo que había sucedido, nadie pareció hacer mucho
caso a mi historia. Incluso oí a alguien comentar que todo lo que había bebido
me había hecho ver a los demonios de las olas, a esos que te llevan mar adentro
si no demostrabas ser como de ellos.
Al
final, el informe de la policía cerró la desaparición de Nick como un caso de
ahogamiento. Nadie en la familia me culpó por lo ocurrido. Nick conocía mejor
que yo aquellas aguas.
Ha
pasado mucho tiempo desde aquella noche y ya no soy capaz de hacer surf, pero
no puedo vivir demasiado lejos del mar. Así que a veces, cuando paseo por la
orilla y las olas son lo suficientemente estruendosas, juraría que puedo oír la
voz de Nick, llamándome.
-La verdad es que necesitaba salir de ese restaurante. Estaba empezando a sufrir una sobredosis de familia.-
ResponderEliminarme siento muy identificada con esta frase xd
Ya, las etiquetas y las obligaciones ahogan, menos mal que cada vez aprietan menos...
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