El día amaneció cargado con la humedad previa a la tormenta. El cielo gris apenas dejaba pasar unos hilos de luz, pero
era suficiente para ver el camino de hierba marchita que se dibujaba sobre la
pradera y que continuaba hasta el bosque, donde la niebla se había
retirado y se movía con pereza tras los árboles, como una bestia que aguardase
agazapada en su madriguera. Nuestros ánimos decayeron en cuanto cruzamos el
puente y vimos las marcas en la tierra húmeda. Había huellas por todas partes.
La hierba estaba pisada como si un enorme e invisible ejército hubiese acampado
frente a los muros de la fortaleza para sitiarnos durante la noche. ¿Cómo había
podido suceder? ¿Qué nueva clase de brujería era aquella? Tan solo éramos
hombres, ¿qué se suponía que debíamos pensar acerca de lo que estaba
sucediendo? A lo largo de nuestras vidas habíamos sido testigos de cosas
inexplicables, pero siempre habíamos contado con un aliado con el que poder
enfrentarnos a aquello que no comprendíamos. Con Merlín caído en la última de
las Grandes Guerras, tan solo nos quedaban el valor y el acero para
enfrentarnos un oscuro poder que nos superaba y parecía crecer a medida que
pasaba el tiempo. Y aún así no dudaríamos ni un instante en sacrificar nuestra
vidas para seguir a Arturo hasta el mismísimo infierno si eso fuese necesario.
Cabalgamos en silencio hasta llegar al lindero del bosque, y
allí nos vimos obligados a espolear a los caballos para que continuasen el
camino, pues rehusaban a adentrarse en la niebla. La escasa luz del día se
convirtió en un gris lechoso que nos envolvió como una húmeda mortaja mientras
nos acariciaba con la mano fría de la muerte. Tan solo podíamos oír el tintineo
del acero y los arreos de las monturas más próximas, por lo demás la arboleda
permanecía presa de un extraño silencio sobrenatural, como si la niebla se
tragase cualquier ruido. De vez en cuando, Arturo gritaba el nombre de su
esposa, pues todavía albergaba la esperanza de que estuviese perdida en aquel
mar de sombras. Yo, sin embargo, estaba convencido de que encontrarla no iba a
ser tarea fácil y que todo formaba parte de algún plan que más pronto que tarde
se nos revelaría.
Al llegar a un pequeño claro, los hombres que formaban la
cabeza de la columna se detuvieron. Un trozo de tela colgaba de una rama de
forma tan visible que parecía algo premeditado. Arturo descabalgó, la arrancó
del arbusto y la acarició.
—Es de su capa —dijo con esperanza—. Sin duda ha pasado por aquí.
Tenemos que redoblar nuestros esfuerzos y avanzar más rápido. Puede estar en
peligro —y montó a caballo con urgencia.
—Esperad, majestad —repliqué mientras miraba detenidamente a
nuestro alrededor. La niebla espesaba el aire y hacía que las sombras se
moviesen huidizas detrás de los árboles—. Este es el único punto en donde el
camino se bifurca y podríamos tener alguna duda acerca de qué dirección seguir.
Me parece algo demasiado oportuno. Ahora es cuando debemos ser más cautos si
queremos evitar caer en una trampa. Con esta niebla apenas vemos la grupa del
caballo que nos precede. Podría haber un ejército agazapado a unos pasos del
camino y no lo sabríamos hasta que fuese demasiado tarde. Deseo tanto como vos
encontrar a nuestra reina, pero no a cualquier precio. De alguna forma que
todavía no comprendo los hechos de anoche están relacionados con todo esto. Mi
señora Ginebra está en peligro, de eso no hay duda, pero flaco favor le
haríamos dejándonos matar —en ese momento la niebla pareció suspirar a nuestro
alrededor—. Propongo que continuemos la marcha hacia el pueblo, pues estoy
seguro de que ahí encontraremos respuestas a nuestras preguntas, pero hagámoslo
con la misma cautela mostrada hasta el momento.
—Está bien, Lanzarote, me parece justo y sabio tu consejo.
Lo que siento por Ginebra nubla mi razón y no me gustaría que por mi causa nos
dirigiésemos hacia una trampa.
Al ascender la colina y salir del bosque sentimos que
nuestros corazones se liberaban de la terrible tensión a la que habían estado sometidos.
Por fin podíamos ver. Por un instante eché la vista atrás, más allá del mar
niebla del que sólo sobresalían las copas de los árboles más altos. Las
murallas de Camelot parecían difuminadas por la distancia y las sombras que
proyectaban las espesas nubes de tormenta. Tiré de las riendas del caballo para
continuar la marcha hacia Seashire, el pequeño pueblo de pescadores que se
levantaba en la desembocadura del río, entre el verde de las praderas y el azul
del mar.
Enseguida nos dimos cuenta de que algo iba mal. No había
hombres labrando las tierras o reparando redes en el pequeño puerto, y la rueda
del molino, que giraba impulsada por la corriente del río, era el único signo
de actividad que se veía hasta donde alcanzaba nuestra vista. En el instante en
el que los caballos se adentraron en las calles empedradas de Seashire comenzó
a caer una lluvia fina que casi flotaba en el aire. Descabalgamos y recorrimos
atónitos las calle desiertas. Registramos con detenimiento las casas, y una y
otra vez nos encontramos con la misma escena: animales degollados que yacían en
cuadras anegadas en sangre, y cunas y camas revueltas, pero ni el más mínimo
rastro de los habitantes del pueblo. Quienquiera que hubiese hecho aquello
había conseguido reducir a hombres, mujeres y niños, sin que nadie pudiese dar
la voz de alarma, y se los había llevado, ¿pero a dónde?
Al bajar la colina habían llamado nuestra atención unas
oscuras embarcaciones que estaban amarradas en el puerto, así que, después de
reagruparnos, cabalgamos por las estrechas y retorcidas callejuelas hasta llegar
al muelle. Cuando vimos las negras siluetas recortadas contra el horizonte, la
sangre se heló en nuestras venas. No había una nave igual a otra, pero todas
tenían algo en común: su imponente y amenazadora apariencia. Habíamos oído hablar de embarcaciones como aquellas, con los costados
erizados de remos a los que estaban encadenados decenas de esclavos, pero nunca
habíamos visto una. Pasé la mano por la quilla de la más próxima y las
esquirlas de la basta madera negra con la que estaba construida se clavaron en
la carne hasta hacerme sangrar.
Con mucho sigilo, desenvainamos las espadas y abordamos las
naves para registrarlas, y al bajar a las bodegas nos pareció estar haciéndolo
a una profunda sima. En el vientre de las embarcaciones una oscuridad
claustrofóbica y asfixiante apenas cedía terreno a la luz de las antorchas,
pero gracias a esa exigua claridad descubrimos que allí abajo no había lugar
donde esconderse. Tan solo las interminables filas de bancos de los remeros.
Nos miramos con sorpresa. No había grilletes, no había esclavos. Nadie. No
pudimos detenernos más tiempo en nuestra búsqueda, porque un olor nauseabundo
nos hizo retroceder entre arcadas y nos obligó a buscar con desesperación el
aire fresco del exterior. Por desgracia, conozco a la perfección a qué huele la
muerte, y por eso sé que aquel hedor que exhalaba la madera no era algo que
pudiese proceder de un cuerpo muerto, ni siquiera en descomposición; era algo
mucho más profundo e insoportable, algo que embotaba los sentidos y llegaba a
desgarrar el alma. ¿Qué clase de hombres libres desearían navegar en esas
condiciones, encerrados en aquella hedionda oscuridad?
El día tocaba a su fin y no queríamos regresar a Camelot de
noche y sin respuestas, así que decidimos acampar en la casa comunal.
Registramos las viviendas de los alrededores para hacernos con algo de comida y
encendimos hogueras en la plaza. Después establecimos turnos de vigilancia y
nos propusimos descansar el mayor tiempo posible, pero nadie fue capaz de
dormir aquella noche.
Todos deseábamos dar caza a aquel enemigo cobarde que no se
mostraba en campo abierto y con el que habíamos perdido la primera batalla.
Teníamos que impedir que algo así pudiese volver a suceder de nuevo.
Arturo apenas tocó la cena. Estaba abatido y distaba mucho
de ser el líder que antaño nos había guiado a la victoria.
—No os preocupéis —le dije—, quienquiera que esté detrás de
esto la necesita viva. Es demasiado valiosa para vos como para prescindir de ella.
Arturo me miró con ojos cansados.
—¿Y todas estas gentes? Había niños en este pueblo,
Lanzarote. Tú y yo conocíamos a muchos de sus habitantes —y bajó la mirada—.
¿En qué nos hemos equivocado? Si no hubiésemos opuesto resistencia. Si no nos hubiésemos
enfrentado a todas y cada una de las amenazas, quizás hubiésemos conseguido más
tiempo para los nuestros, o una alianza que nos hubiese podido permitido vivir
en paz, aunque fuese bajo el yugo del invasor...
—Deteneos, mi señor. No es justo que carguéis con esa pesada
responsabilidad. Todos decidimos ir a la guerra, y sabíamos cuáles eran las
alternativas y también los riesgos que corríamos al hacerlo. Somos la punta de
lanza de las tierras de Occidente, y los hombres del mundo libre esperan de nosotros
que respondamos con valentía y con honor, como siempre hemos hecho...
—¿De qué sirve ahora ese honor y esa valentía? Muchos de
nuestros soldados tenían familiares en Seashire. Explícales que sus padres o
sus hijos desaparecieron honrosamente por mantener encendida la llama de un
ideal...
Estaba buscando la mejor respuesta posible para consolar a
un hombre desesperado, cuando una voz de alarma rompió el silencio de la noche.
Dejamos a un lado las escudillas con los restos de la cena y salimos al exterior
preparados para enfrentarnos a la amenaza.
Continuará
Continuará
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