Con este pequeño cuento queremos desear felices fiestas a todas esas bestezuelas de la oscuridad que nos siguen mes tras mes.
Rudleminck
Tarumbalur estaba agotado. Llevaba más de tres horas circulando por retorcidas
pistas de montaña en la peor tormenta de nieve que podía recordar y, a pesar de
llevar la calefacción del auto al máximo, tiritaba como un reno recién nacido.
Los gruesos copos de nieve caían sobre el parabrisas como trapos y le impedían
ver con claridad el camino, y el GPS se había vuelto loco y cada vez que
comprobaba la ruta le daba una dirección diferente. Nunca, en los ciento veinte
años que llevaba trabajando para Noël Inc, le había sucedido algo semejante.
¿Por qué demonios lo habrían enviado a él a esa misión? Era empaquetador de
regalos de nivel dos, ¿qué sabía él de negociaciones? Estaba seguro de que esto
le pasaba por ser el más joven de la plantilla. Si hubiese hecho caso a Marckelmore Buscapink, y se hubiese
afiliado al Sindicato, ahora mismo estaría en su casa, disfrutando de un buen
fuego en la chimenea.
El reloj del salpicadero marcaba las
doce del mediodía. Eso, tan al norte y en pleno invierno, significaba que solo
quedaban un par de horas de luz solar. No lo conseguiría. Sin una señal que le
indicase el camino, estaba perdido. Casi había decidido volver derrotado sobre
sus pasos, cuando el coche patinó en una placa de hielo, se salió de la
carretera y chocó con un poste que la tormenta había cubierto de nieve.
Rudleminck no se imaginaba qué más contratiempos podían sucederle. Contrariado,
se apeó del coche y le pegó una patada al poste, y al hacerlo descubrió un
cartel indicador que señalaba que la casa de Papa Noël se encontraba a unos
cien metros de aquel lugar.
Mientras avanzaba a pie el último
trecho hasta la casa, repasó la estrategia a seguir. De alguna forma tenía que
convencer al viejo para que se pusiera de inmediato manos a la obra. Había toneladas
y toneladas de regalos perfectamente empaquetados en los hangares de la
empresa, en lo más profundo de la taiga finlandesa, a la espera de que Papá
Noël organizase el transporte. Como todos los años, los niños del mundo habían
enviado sus cartas y aguardaban ansiosos la llegada de la Nochebuena; y como en
cada una de las últimas Navidades, siempre había que enviar a alguien al norte
para recordar al viejo remolón sus obligaciones.
Rudleminck subió las escaleras del
porche e hizo sonar la campanilla de la entrada. Unos pesados pasos se
acercaron desde dentro de la casa y un hombre del tamaño de un oso abrió la
puerta visiblemente sorprendido. Rudlemore nunca se había encontrado con Papá
Noël cara a cara, pero no cabía duda alguna de que aquel gigante vestido de
rojo, de cara bonachona y barba de algodón, era la persona que había venido a
buscar.
—¡Ho, ho, ho! ¡Bienvenido, muchacho!
—exclamó Papá Noël, mientras le daba unos golpecitos en la espalda para
sacudirle la nieve que todavía quedaba sobre sus hombros— ¿Se puede saber qué
motivo es tan importante como para traerte al norte en medio de esta
endemoniada tormenta?
—Hola, señor Noël —Rudleminck
agradeció que el viejo no estuviese borracho. Le habían dicho que otros años
habían tenido que esperar varios días hasta poder hablar con él.
—Pasa, y siéntate junto al fuego
para que puedas calentar tus huesos, mi pequeño amigo. Te traeré un poco de
schnapps; así entrarás en calor primero.
—No se preocupe, si no es
necesario... —comenzó a decir Rudleminck, pero fue inútil. El hombretón dio
media vuelta y se fue pasillo adelante mientras canturreaba una canción de
Navidad. Un instante después volvió con una botella y un par de vasos, y se
sentó junto al enano en un taburete en apariencia demasiado frágil como para
soportar su peso.
Rudleminck iba abrir la boca cuando
Papá Noël le hizo una seña con la mano para que aguardase un instante, llenó
ceremoniosamente los dos vasos y bebió el suyo de un trago.
—Lo destilo yo mismo con bayas que
recojo en el bosque en primavera —explicó mientras volvía a llenar su vaso—. Y
ahora dime hijo, ¿qué es lo que te trae hasta estas latitudes?
Rudleminck tenía que ser muy
cuidadoso a la hora de escoger sus palabras. Aunque el viejo ya no era el dueño
de la empresa, porque había vendido su participación a un fondo de inversión
extranjero, todavía era la cabeza visible del negocio, y sin la magia del
reparto instantáneo, un secreto que no había revelado y que había dicho que se
llevaría a la tumba, la empresa no valía nada. Además, y a pesar de la
apariencia bonachona del viejo, la fama de su mal carácter era legendaria, y
con el paso de los años se había vuelto aún más irascible.
—Estooooo... ¿Sabe qué fecha es?
Papá Noël se echó hacia atrás
visiblemente extrañado por la pregunta, y cambió la sonrisa por un gesto serio.
—Pues claro. Tengo un calendario —Y
señaló la pared a sus espaldas, en la que colgaba uno con fotos de chicas
vestidas con el uniforme de la empresa—. ¿Has caminado seiscientos kilómetros
solo para hacer de despertador?
—No, yo, nosotros... —Rudleminck
tomó un trago de schnapps y dejó que el líquido le abrasara la garganta
mientras pensaba en la respuesta adecuada—. Otros años tenemos noticias suyas
antes para poder organizar la entrega.
—¿La entrega?
—Los regalos de los niños.
—Ah, eso.
Rudleminck respiró aliviado por no
tener que dar más explicaciones. El viejo no parecía habérselo tomado tan mal
después de todo.
—Ya les dije el año pasado a tus
superiores que no habría más Navidades. Estoy muy cansado.
Eso era cierto y Rudleminck lo
sabía, pero hacía veinte años que oían la misma cantinela y siempre habían
podido convencerlo a tiempo para que hubiese Navidad.
—Vamos, señor Noël, los niños de
todo el mundo llevan un año esperando esos regalos. Algunos solo se portan bien
porque de no ser así saben que usted no les dejará nada bajo el árbol. Yo
mismo, cuando era pequeño...
—Alto, alto, muchacho. ¿Puedo saber
cuántos años tienes?
—Pues ciento cincuenta y tres.
—¡Lo sospechaba! Esos cabrones
envían a un niño a hacer el trabajo de un adulto —Papá Noël lo miró en silencio
de arriba abajo como si lo estuviese midiendo, y Rudleminck comenzó a ponerse
nervioso. Ya no había guión, y con lo impredecible que era el viejo podía
suceder cualquier cosa, así que se sobresaltó cuando Papá Noël exclamó—: ¡Me
caes bien, muchacho, y por eso te voy a invitar a comer!
—Pero, señor...
—No hay peros que valgan —Noël se
levantó y tomó al Rudleminck por el hombro para que lo acompañase—. Hoy
dormirás aquí. Hay que estar loco para pensar en volver a casa en medio de esta
tormenta —Rudleminck intentó protestar, pero Papá Noël continuó—: ¿Hueles eso?
Es el estofado especial Papá Noël. Una receta secreta de mi madre. Así que
primero me acompañarás en la comida y después podremos hablar sobre esa
petición tuya.
Durante la comida solo trataron
temas banales, porque Noël le había prohibido hablar de negocios hasta el
postre. Fue una charla larga y distendida en la que Rudleminck repitió estofado
una y otra vez hasta casi reventar. Hablaron de cómo el calentamiento global
había afectado al norte, se rieron de los últimos diseños para los uniformes de
la empresa y añoraron los viejos tiempos en los que los niños escribían cartas
de verdad, y no había que leer las listas de regalos en la pantalla de un
ordenador.
—Hacía muchos años que no probaba un
estofado tan bueno.
—Me alegro. Por desgracia ya no es
tan fácil encontrar materia prima de tanta calidad, por eso nada más que cocino
este plato de siglo en siglo.
—Bueno...
—Bueno.
Se hizo un silencio incómodo en el
comedor.
—Con respecto al motivo de mi
visita.
—No hay nada que puedas hacer. Mi
decisión está tomada y no hay vuelta atrás.
—Pero, señor Noël, usted dijo que
después de la comida podríamos negociar.
—No, muchacho. Lo que te dije es que
podríamos hablar, y eso es lo que estamos haciendo. Tus jefes llevan
engañándome demasiado tiempo y eso se acabó.
Estaba claro que necesitaba ablandar
un poco más al viejo. Rudleminck era un enano muy testarudo y no se daba
fácilmente por vencido. Solo tenía que encontrar la llave que abriese su
oxidado corazón.
—Señor Noël, hay algo que me
gustaría... No, mejor no. Olvídelo.
—Vamos hijo, dime de qué se trata.
Creo que ahora hay suficiente confianza entre nosotros como para que puedas hablarme
con franqueza.
¡Eureka! Ese era el resquicio que
Rudleminck estaba buscando. Si era suficientemente hábil, Papá Noël estaría
comiendo de su mano en un instante y no podría negarse a una nueva Navidad.
—Cuando éramos pequeños, más incluso
que ahora —Rudleminck rió su propia ocurrencia, animado por los vapores del
vino y del schnapss—, mis hermanos y yo siempre jugábamos a renos. Nos
fascinaba la magia de esos hermosos y nobles animales, capaces de surcar el
cielo para llevar la ilusión a las casas de millones de niños. Rudolph siempre
fue mi preferido. Verá, señor Noël, desde que supe que vendría a visitarlo,
nada más que tengo una idea en la cabeza. Espero no parecer demasiado atrevido.
¿Podría verlos? Es decir... ¿Cómo está Rudolph?
Papá Noël se echó hacia atrás,
entrelazó los dedos de las manos sobre su prominente barriga y sonrió de forma
enigmática.
—Dímelo tú —respondió mientras
miraba alternativamente al puchero y a su invitado.
—¿Cómo?, no entiendo —Rudleminck
pensó que el viejo Noël había perdido definitivamente la cabeza, pero cuando
comprendió lo que estaba intentando decirle, se desdibujó la sonrisa de la
boca—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —repitió una y otra vez mientras se
levantaba de la mesa y retrocedía de forma atropellada con la vista fija en
Papá Noël, que permanecía inmóvil en la silla, como un juguete al que le
hubiesen quitado las pilas.
Rudleminck salió al exterior y cayó
de rodillas. Una oleada de náuseas revolvió su estómago más allá de lo que
podía soportar y lo hizo vomitar sobre la nieve virgen. Cuando por fin
consiguió tranquilizarse, se incorporó y miró a su alrededor desorientado. La
tormenta había cesado, pero lo había dejado todo cubierto de nieve. A la luz de
las estrellas solo veía bultos más o menos grandes y ninguna señal que pudiese
orientarlo.
—¡Ho, ho, ho! —una voz amortiguada
sonó a sus espaldas, y cuando se dio la vuelta vio a Papá Noël, que lo saludaba
desde detrás del ventanal con la mano levantada y una sonrisa bobalicona
dibujada en la cara.
No podía quedarse allí ni un segundo
más, así que comenzó a correr hacia lo que pensó que era el vehículo. El
intenso frío mordió sus manos cuando se quitó los guantes para usar el móvil.
Necesitaba avisar a la central, tenía que decirles que el viejo, en su locura, se
había comido a los renos, pero era inútil. El móvil no conseguía recibir señal.
Tenía que llegar al coche, pero las piernas se hundían cada vez más en la nieve
blanda y caminar se estaba convirtiendo en una tarea titánica.
Papá Noël observó por un instante el
penoso avance del enano. Cuanto más avanzaba, más se cansaba y no tardaría
mucho en rendirse.
—¿Cómo dices, madre? —giró la cabeza
y preguntó a la oscuridad, a una voz que solo podía oír él. —Sí, el estofado de
reno estaba muy bueno. Tenías razón, como siempre. No hay nada como poner un
poco de carne de reno volador en el puchero. Hummmm, pues puede que tengas
razón otra vez, ese enano bien cebado
tiene que dar un buen guiso...
El hombretón llegó a la cocina y
comenzó a sopesar el peso de varios cuchillos mientras tarareaba una canción
navideña. Después salió de casa, inspiró profundamente el aire frío de la noche
y sonrió. Había sido muy grosero por parte de aquel muchacho marchar sin
despedirse, pero no llegaría muy lejos. El rastro en la nieve eran tan claro
como el fuego de una hoguera en una noche sin luna.
—¡Ho, ho, ho! Allá voy, mi pequeño
amigo —dijo mientras se calzaba las raquetas de nieve y comenzaba a seguir las
huellas.
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