Recuerdo cada detalle de aquella noche
como si lo estuviese viviendo en este mismo instante. El capitán de la guardia
me despertó de un sueño pesado y desagradable que me había hecho sudar hasta
empapar las ropas de mi lecho. Había algo más allá del muro que requería mi
atención, así que me vestí con rapidez y seguí sus pasos. La noche estaba
cargada con un aire frío y húmedo que traspasaba las piedras de las murallas y
empañaba el brillo de las armaduras, y eso hizo que me estremeciese. La luna
iluminaba el patio con un fulgor sobrenatural que casi hacía innecesaria la luz
de las antorchas. Al pasar junto a los establos oí a los caballos bufar y
relinchar, nerviosos, y mis sentidos se pusieron alerta. Los animales pueden
leer señales que a los hombres nos pasan desapercibidas, y mi instinto me dice
que esos pequeños detalles son los que, en caso de peligro, marcan la
diferencia entre la vida y la muerte. Subí las escaleras de la barbacana entre
los hombres de la guardia mientras escuchaba sus murmullos. Frases
entrecortadas de guerreros curtidos en cien batallas, hombres que habían visto
cara a cara el rostro de la muerte. Hablaban de malos augurios. Los conozco a
todos y les confiaría mi vida sin dudar porque sé que entre ellos no hay
cobardes, pero no puedo evitar sus supersticiones. Vivimos tiempos oscuros y a
todos nos gusta creer en poderes sobrenaturales que guían nuestro acero en la
contienda, y sabemos que existen demonios tan poderosos como nuestros dioses
que acompañan al enemigo a la batalla.
Al asomarme
vi que la niebla había cubierto la explanada hasta el bosque. Abajo, a los pies
de la muralla, escuché el discurrir del caudaloso río Arth, que rodeaba con su
frío abrazo las rocas sobre las que se asienta Camelot.
—Exige
ver al rey Arturo —me susurraron al oído mientras señalaban la solitaria figura
que parecía flotar en el mar de niebla, un espectro que montaba un caballo
negro como la brea. Por su porte, y la vestimenta que podía ver a la luz de la
luna, no parecía un mensajero.
—¡¿Quién
sois?! —grité a la sombra.
—En
mi tierra me conocen como Vlad, caballero de la Orden del Dragón, y allí todos
me obedecen como a un príncipe —a pesar de la distancia, aquella voz de marcado
acento extranjero llegó hasta nosotros como si el extraño estuviese a nuestro
lado, sobre la muralla. Por el rabillo del ojo vi como alguno de los hombres
retrocedía un paso—. ¡Bajad el puente! —ordenó a continuación—. He viajado
desde muy lejos para reclamar algo que me pertenece y que no debe permanecer
por más tiempo en manos de los
hombres.
—Imposible.
Seáis príncipe o mendigo, no traspasaréis este foso hasta mañana. Cuando salga
el sol podréis solicitar audiencia y, si el motivo que os trae a Camelot es tan
importante como para merecerla, el rey os recibirá.
El
caballo del extraño hizo ademán de encabritarse.
—¡Necio!
Con esas palabras acabáis de condenar a los habitantes de esta fortaleza. Esa
luz de la mañana de la que hablas no os salvará, tan solo prolongará vuestra
agonía. Aunque todavía no lo sabéis, ya estáis muertos. Saciaré mi hambre con
vuestra sangre, y la de vuestras mujeres y niños, y no podréis hacer nada para
evitarlo.
A
pesar de nuestra superioridad, un ejército defendido por una fortaleza
inexpugnable, nadie rió la ocurrencia. Lo más probable era que se tratase de un
loco, pero la seguridad con la que el extraño había pronunciado aquellas
palabras nos intranquilizó del mismo modo que si un brujo nos hubiese arrojado
una terrible maldición.
Todavía
estaba valorando la mejor respuesta a la amenaza cuando el jinete dio media
vuelta y se alejó con lentitud, hasta que se perdió en el bosque.
Después
del incidente intenté volver a dormir, pero no logré conciliar el sueño, así
que salí de nuevo a la penumbra de la noche con la esperanza de poder cruzar
alguna palabra furtiva con la dueña de mi corazón, que acostumbraba a pasear
por los jardines del castillo antes de que saliese el sol. Pero todo fue en
vano. Al clarear la mañana, estaba a punto de retirarme a descansar cuando el
rey Arturo irrumpió en el puesto de guardia. Iba descalzo y envuelto con una
piel como único abrigo. Parecía fuera de sí.
—Tenéis
que ayudarme, Lanzarote. Ginebra no está en sus aposentos y no puedo encontrarla
por ninguna parte —sus ojos eran los de un hombre mucho más viejo y cansado que lo que debería por su edad.
Arturo
era un hombre bueno, pero hacía tiempo que vivía atormentado por el terrible
peso de la corona y de las decisiones que se veía obligado a tomar por el bien
del reino y que en ocasiones enviaban a la muerte a personas inocentes. Yo
estaba convencido de que era el más adecuado para dirigir nuestros destinos,
porque nadie habría podido soportar con más entereza, pero sobre todo sin
perder la razón, cada uno de los embates que el destino nos tenía reservados en
tiempos tan difíciles como los que nos tocaba vivir. Además, la amistad que me
unía con el rey se había forjado a lo largo de muchos años en los que habíamos
luchado codo con codo en innumerables batallas, y tal era la confianza que
había depositado en mí, que me había armado caballero de una reducida orden de
guerreros a los que trataba como iguales. Y eso solo hacía que el dolor que me
desgarraba por dentro aún fuese más grande porque, para mi desgracia, mi
corazón se debatía entre la lealtad que debía a mi rey y lo que sentía cada vez
con más fuerza por su esposa, la hermosa Ginebra. En más de una ocasión había
estado tentado a dejar la fortaleza para intentar que aquella flor que crecía
en mi interior se agostase con la distancia pero, como hace todo cobarde, siempre
encuentro un motivo para no hacerlo. Si bien no me importaría que un enemigo
digno acabase con mi vida en el campo de batalla, no podría soportar la simple
idea de vivir un solo día más sin ver el rostro de mi amada. Tal era mi
tormento, y a la vez penitencia justa a mi pecado, pues sabía que ella jamás
podría corresponderme.
—Explicaos,
¿cómo es eso posible? —pregunté mientras le ofrecía asiento. Arturo hundió la
cabeza entre las manos y comenzó a sollozar.
—Esta
noche he sufrido una terrible pesadilla. Era algo tan real, que al despertar todavía
permanecí un tiempo sentado en el lecho, confundido, hasta que me di cuenta de
que ya no tenía nada que temer —en ese momento no pude evitar pensar en mi
angustiosa pesadilla, de la que apenas podía recordar nada—. En mi sueño la
muerte venía a visitarnos disfrazada de hombre y se llevaba a Ginebra. Los vi
alejarse hacia el lago cogidos de la mano, como si hubiese algún tipo de
complicidad entre ellos. Intenté impedirlo, pero la voz no salía de mi
torturada garganta y mis miembros no me respondían. Entonces Nimué emergió de
las aguas y se interpuso en su camino para evitar que se la llevase, pero ambos
se arrojaron sobre ella como si fuesen un par de bestias sedientas de sangre y
acabaron con su vida.
—¿La
Dama del Lago? —pregunté sorprendido. Hacía mucho tiempo que no habíamos vuelto
a saber nada de la hechicera. Cuando los enemigos de Avalon habían llegado a las
mismísimas puertas de Camelot había sido ella la que había regalado la mágica
Excalibur a nuestro rey para guiarlo a la victoria final. Pero había
desaparecido como por arte de magia después de que Arturo se desposase—. Tenéis
que tranquilizaros. Solo se trata de un sueño…
—Vos
también estabais en la pesadilla, Lanzarote —al oír eso me puse en guardia,
pues todos conocíamos el componente profético de los sueños de nuestro rey—.
Intentasteis detenerla, pero también fracasasteis. No recuerdo nada más.
Después me desperté temblando de frío y fue cuando me di cuenta de que ella no
estaba a mi lado.
—Tiene
que haber una explicación para esto. Nadie desaparece sin más —dije, y sin
demorarme un instante llamé al capitán de la guardia para que organizase una
búsqueda, pero lo que el hombre nos contó nos dejó aún más preocupados.
—La
reina no está en el castillo, mi señor. Salió durante el cambio de guardia,
embozada en una capa, antes de que amaneciese. Apenas nos dimos cuenta, porque
caminaba escondida entre las sombras. Parecía que no desease ser descubierta.
Cuando reparamos en su presencia, nos dijo que deseaba dar un paseo por el
bosque y rehusó la escolta que le ofrecimos.
Arturo
no daba crédito a todo lo que sucedía.
—¿Acaso
me estáis diciendo, capitán, que permitisteis que la reina saliese sola del
castillo, y que todavía no ha vuelto de su paseo por el bosque?
—Yo...
Mi señor, la reina sale muy a menudo a pasear por las mañanas... —el hombre
estaba visiblemente nervioso.
Yo
sabía que eso era cierto, puesto que me había encontrado con ella en más de una
ocasión, a escondidas.
—¿Acaso
no os dieron las nuevas de la noche?, ¿no sabéis nada del incidente? —le reproché.
—¿A
qué incidente os referís, Lanzarote? —preguntó el rey.
Estaba
a punto de contarle el encuentro con el extranjero, cuando una voz llamó
nuestra atención. Otro suceso de extraña naturaleza venía a unirse a los
misterios de la noche. Hacía ya un tiempo que se había bajado el puente
levadizo y ninguno de los aldeanos que habitualmente acudían a mercadear al
castillo había aparecido. Nos acercamos hasta el puente y comprobamos con
nuestros propios ojos que era cierto, tan solo cruzaban el puente los últimos
jirones de niebla que se resistían a desaparecer. Todas las mañanas, la puerta
exterior hervía de actividad y decenas de hombres y mujeres se hacinaban para
intentar ser los primeros en vender sus mercancías. Aquella mañana el silencio
era sobrecogedor. No pude evitar en relacionar al extranjero con todo aquello,
así que le conté lo sucedido durante la noche a Arturo.
El
rey ordenó que de inmediato se formase un destacamento dispuesto para salir en
búsqueda de la reina y que después se acercase al pueblo para averiguar qué
había sucedido. Arturo desoyó mi consejo y decidió que sería él mismo quien
encabezase la expedición.
Continuará.
Continuará.
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