lunes, 8 de diciembre de 2014

RÉQUIEM POR EL REINO MÁGICO

Recuerdo cada detalle de aquella noche como si lo estuviese viviendo en este mismo instante. El capitán de la guardia me despertó de un sueño pesado y desagradable que me había hecho sudar hasta empapar las ropas de mi lecho. Había algo más allá del muro que requería mi atención, así que me vestí con rapidez y seguí sus pasos. La noche estaba cargada con un aire frío y húmedo que traspasaba las piedras de las murallas y empañaba el brillo de las armaduras, y eso hizo que me estremeciese. La luna iluminaba el patio con un fulgor sobrenatural que casi hacía innecesaria la luz de las antorchas. Al pasar junto a los establos oí a los caballos bufar y relinchar, nerviosos, y mis sentidos se pusieron alerta. Los animales pueden leer señales que a los hombres nos pasan desapercibidas, y mi instinto me dice que esos pequeños detalles son los que, en caso de peligro, marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Subí las escaleras de la barbacana entre los hombres de la guardia mientras escuchaba sus murmullos. Frases entrecortadas de guerreros curtidos en cien batallas, hombres que habían visto cara a cara el rostro de la muerte. Hablaban de malos augurios. Los conozco a todos y les confiaría mi vida sin dudar porque sé que entre ellos no hay cobardes, pero no puedo evitar sus supersticiones. Vivimos tiempos oscuros y a todos nos gusta creer en poderes sobrenaturales que guían nuestro acero en la contienda, y sabemos que existen demonios tan poderosos como nuestros dioses que acompañan al enemigo a la batalla.
Al asomarme vi que la niebla había cubierto la explanada hasta el bosque. Abajo, a los pies de la muralla, escuché el discurrir del caudaloso río Arth, que rodeaba con su frío abrazo las rocas sobre las que se asienta Camelot.
—Exige ver al rey Arturo —me susurraron al oído mientras señalaban la solitaria figura que parecía flotar en el mar de niebla, un espectro que montaba un caballo negro como la brea. Por su porte, y la vestimenta que podía ver a la luz de la luna, no parecía un mensajero.
—¡¿Quién sois?! —grité a la sombra.
—En mi tierra me conocen como Vlad, caballero de la Orden del Dragón, y allí todos me obedecen como a un príncipe —a pesar de la distancia, aquella voz de marcado acento extranjero llegó hasta nosotros como si el extraño estuviese a nuestro lado, sobre la muralla. Por el rabillo del ojo vi como alguno de los hombres retrocedía un paso—. ¡Bajad el puente! —ordenó a continuación—. He viajado desde muy lejos para reclamar algo que me pertenece y que no debe permanecer por más tiempo en  manos de los hombres.
—Imposible. Seáis príncipe o mendigo, no traspasaréis este foso hasta mañana. Cuando salga el sol podréis solicitar audiencia y, si el motivo que os trae a Camelot es tan importante como para merecerla, el rey os recibirá.
El caballo del extraño hizo ademán de encabritarse.
—¡Necio! Con esas palabras acabáis de condenar a los habitantes de esta fortaleza. Esa luz de la mañana de la que hablas no os salvará, tan solo prolongará vuestra agonía. Aunque todavía no lo sabéis, ya estáis muertos. Saciaré mi hambre con vuestra sangre, y la de vuestras mujeres y niños, y no podréis hacer nada para evitarlo.
A pesar de nuestra superioridad, un ejército defendido por una fortaleza inexpugnable, nadie rió la ocurrencia. Lo más probable era que se tratase de un loco, pero la seguridad con la que el extraño había pronunciado aquellas palabras nos intranquilizó del mismo modo que si un brujo nos hubiese arrojado una terrible maldición.
Todavía estaba valorando la mejor respuesta a la amenaza cuando el jinete dio media vuelta y se alejó con lentitud, hasta que se perdió en el bosque.
Después del incidente intenté volver a dormir, pero no logré conciliar el sueño, así que salí de nuevo a la penumbra de la noche con la esperanza de poder cruzar alguna palabra furtiva con la dueña de mi corazón, que acostumbraba a pasear por los jardines del castillo antes de que saliese el sol. Pero todo fue en vano. Al clarear la mañana, estaba a punto de retirarme a descansar cuando el rey Arturo irrumpió en el puesto de guardia. Iba descalzo y envuelto con una piel como único abrigo. Parecía fuera de sí.
—Tenéis que ayudarme, Lanzarote. Ginebra no está en sus aposentos y no puedo encontrarla por ninguna parte —sus ojos eran los de un hombre mucho más viejo y cansado que lo que debería por su edad.
Arturo era un hombre bueno, pero hacía tiempo que vivía atormentado por el terrible peso de la corona y de las decisiones que se veía obligado a tomar por el bien del reino y que en ocasiones enviaban a la muerte a personas inocentes. Yo estaba convencido de que era el más adecuado para dirigir nuestros destinos, porque nadie habría podido soportar con más entereza, pero sobre todo sin perder la razón, cada uno de los embates que el destino nos tenía reservados en tiempos tan difíciles como los que nos tocaba vivir. Además, la amistad que me unía con el rey se había forjado a lo largo de muchos años en los que habíamos luchado codo con codo en innumerables batallas, y tal era la confianza que había depositado en mí, que me había armado caballero de una reducida orden de guerreros a los que trataba como iguales. Y eso solo hacía que el dolor que me desgarraba por dentro aún fuese más grande porque, para mi desgracia, mi corazón se debatía entre la lealtad que debía a mi rey y lo que sentía cada vez con más fuerza por su esposa, la hermosa Ginebra. En más de una ocasión había estado tentado a dejar la fortaleza para intentar que aquella flor que crecía en mi interior se agostase con la distancia pero, como hace todo cobarde, siempre encuentro un motivo para no hacerlo. Si bien no me importaría que un enemigo digno acabase con mi vida en el campo de batalla, no podría soportar la simple idea de vivir un solo día más sin ver el rostro de mi amada. Tal era mi tormento, y a la vez penitencia justa a mi pecado, pues sabía que ella jamás podría corresponderme.
—Explicaos, ¿cómo es eso posible? —pregunté mientras le ofrecía asiento. Arturo hundió la cabeza entre las manos y comenzó a sollozar.
—Esta noche he sufrido una terrible pesadilla. Era algo tan real, que al despertar todavía permanecí un tiempo sentado en el lecho, confundido, hasta que me di cuenta de que ya no tenía nada que temer —en ese momento no pude evitar pensar en mi angustiosa pesadilla, de la que apenas podía recordar nada—. En mi sueño la muerte venía a visitarnos disfrazada de hombre y se llevaba a Ginebra. Los vi alejarse hacia el lago cogidos de la mano, como si hubiese algún tipo de complicidad entre ellos. Intenté impedirlo, pero la voz no salía de mi torturada garganta y mis miembros no me respondían. Entonces Nimué emergió de las aguas y se interpuso en su camino para evitar que se la llevase, pero ambos se arrojaron sobre ella como si fuesen un par de bestias sedientas de sangre y acabaron con su vida.
—¿La Dama del Lago? —pregunté sorprendido. Hacía mucho tiempo que no habíamos vuelto a saber nada de la hechicera. Cuando los enemigos de Avalon habían llegado a las mismísimas puertas de Camelot había sido ella la que había regalado la mágica Excalibur a nuestro rey para guiarlo a la victoria final. Pero había desaparecido como por arte de magia después de que Arturo se desposase—. Tenéis que tranquilizaros. Solo se trata de un sueño…
—Vos también estabais en la pesadilla, Lanzarote —al oír eso me puse en guardia, pues todos conocíamos el componente profético de los sueños de nuestro rey—. Intentasteis detenerla, pero también fracasasteis. No recuerdo nada más. Después me desperté temblando de frío y fue cuando me di cuenta de que ella no estaba a mi lado.
—Tiene que haber una explicación para esto. Nadie desaparece sin más —dije, y sin demorarme un instante llamé al capitán de la guardia para que organizase una búsqueda, pero lo que el hombre nos contó nos dejó aún más preocupados.
—La reina no está en el castillo, mi señor. Salió durante el cambio de guardia, embozada en una capa, antes de que amaneciese. Apenas nos dimos cuenta, porque caminaba escondida entre las sombras. Parecía que no desease ser descubierta. Cuando reparamos en su presencia, nos dijo que deseaba dar un paseo por el bosque y rehusó la escolta que le ofrecimos.
Arturo no daba crédito a todo lo que sucedía.
—¿Acaso me estáis diciendo, capitán, que permitisteis que la reina saliese sola del castillo, y que todavía no ha vuelto de su paseo por el bosque?
—Yo... Mi señor, la reina sale muy a menudo a pasear por las mañanas... —el hombre estaba visiblemente nervioso.
Yo sabía que eso era cierto, puesto que me había encontrado con ella en más de una ocasión, a escondidas.
—¿Acaso no os dieron las nuevas de la noche?, ¿no sabéis nada del incidente? —le reproché.
—¿A qué incidente os referís, Lanzarote? —preguntó el rey.
Estaba a punto de contarle el encuentro con el extranjero, cuando una voz llamó nuestra atención. Otro suceso de extraña naturaleza venía a unirse a los misterios de la noche. Hacía ya un tiempo que se había bajado el puente levadizo y ninguno de los aldeanos que habitualmente acudían a mercadear al castillo había aparecido. Nos acercamos hasta el puente y comprobamos con nuestros propios ojos que era cierto, tan solo cruzaban el puente los últimos jirones de niebla que se resistían a desaparecer. Todas las mañanas, la puerta exterior hervía de actividad y decenas de hombres y mujeres se hacinaban para intentar ser los primeros en vender sus mercancías. Aquella mañana el silencio era sobrecogedor. No pude evitar en relacionar al extranjero con todo aquello, así que le conté lo sucedido durante la noche a Arturo.

El rey ordenó que de inmediato se formase un destacamento dispuesto para salir en búsqueda de la reina y que después se acercase al pueblo para averiguar qué había sucedido. Arturo desoyó mi consejo y decidió que sería él mismo quien encabezase la expedición.

Continuará.

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