Adela recordó
cuánto había llorado en estos últimos meses. Ningún doctor, y no había uno solo
que el dinero de su marido no pudiese comprar, había sido capaz de diagnosticar
la enfermedad de su único hijo, y mucho menos de curarlo.
Javier. El pequeño Javier.
Todo empezó con una ligera erupción en la nuca. Eso a los siete años podría
ser cualquier cosa, le dijeron los doctores al principio, y desde luego no
tenía porqué ser importante. Pero había resultado ser muy grave.
Adela recordaba los interminables viajes por todo el mundo en busca de
los mejores especialistas, la desesperación al saber que la enfermedad era
totalmente desconocida, y las mentiras que ella y su marido se habían visto
obligados a contar al pequeño Javier. Ellos, que habían prometido ser siempre
sinceros con él, pasase lo que pasase. Ellos, que habían sido capaces de
atravesar un auténtico infierno a lo largo muchos años hasta llegar a concebir
a su único hijo.
Ahora Adela se había quedado sola con su pequeño Javier. Su marido les había
abandonado un par de semanas antes. No había sido capaz de soportar la presión,
los extraños métodos que ella había propuesto para curar al pequeño, o que no tuviese
más que ojos para Javier. Pero no importaba. No lo necesitaban. Los recursos
económicos con los que contaban, bien administrados, podrían ser suficientes
para cubrir sus necesidades durante varias vidas.
Lo importante en este momento era que Javier por fin se estaba
recuperando. Los rasgos de su cara no eran los del saludable chico que había
sido antes: todavía estaba muy pálido y le costaba articular las palabras, pero ella estaba segura de que muy pronto
todo volvería a la normalidad.
Hoy era el primer día del nuevo curso escolar. La mañana había amanecido brumosa y la neblina se convertía en finas gotas de agua en contacto con el parabrisas
del coche. Javier se removió inquieto en el asiento de atrás, así que Adela le
dedicó una cariñosa sonrisa reflejada en el retrovisor que lo calmó. Sabía que
su hijo no estaba aún preparado para seguir las clases, pero lo notaba fuerte y,
como no quería que perdiese el contacto con el resto de sus amigos, había
decidido llevarle al colegio. Hablaría con los tutores. Les explicaría el
problema y les aseguraría que contrataría profesores privados para que Javier
no perdiera el hilo de sus estudios. Haría lo que fuese necesario hasta que el
pequeño estuviese plenamente recuperado y pudiese volver a clase como un niño
normal.
El patio interior del colegio hervía de actividad. Adela dirigió con
cuidado el todoterreno al primer aparcamiento libre que encontró y agradeció que
don Alberto, el que había sido el tutor de Javier durante el curso anterior, se
acercase en su dirección. Don Alberto era un buen profesor. Además el cariño
que sentía por su hijo era sincero y sabía que Javier le correspondía. ¡Se
había preocupado tanto por la enfermedad del pequeño! Adela pensó que sería un
excelente momento para agradecerle sus desvelos y para mostrarle que Javier
estaba ya muy recuperado.
La mujer bajó del coche y saludó a don Alberto, que desvió su camino y
acudió a reunirse de inmediato con ella, sorteando a los chicos que corrían alocadamente
en todas direcciones. El profesor comenzó a hablar con un tono de condolencia
casi embarazoso, así que Adela lo silenció con un gesto de la mano y abrió la
puerta de atrás del coche. Don Alberto esperó a que la mujer mostrase aquello que
quería que viese. Adela liberó del cinturón al pequeño Javier y le dio la mano
para que saliese del vehículo apoyándose en ella. El chico se tambaleó y
tropezó, pero la mano firme de su madre evitó la caída. Cuando Javier salió a
la luz del día, don Alberto no pudo evitar gritar. A su alrededor los demás
detuvieron sus tareas y se giraron para poder ver qué era lo que había asustado
al profesor. Todos echaron a correr, atropellándose, mientras huían del pequeño.
Javier y su madre se quedaron perplejos. Al ver la reacción de los demás, Adela
pensó que quizás no había sido una buena idea el llevar a su hijo tan pronto al
colegio. Javier tan sólo esperaba. Sus pequeños ojos, cubiertos por un velo
blanquecino y más hundidos de lo habitual en sus negras ojeras, parecieron
chispear de alegría al ver a tanto niño a su alrededor. La sonrisa del niño era
un rictus paralizado que dejaba al descubierto unos dientes sucios y estiraba
la pálida carne de la cara, en la que, y a pesar del maquillaje, se podía ver
el hueso desnudo del pómulo. Adela sonrió cuando escuchó al pequeño nombrar
casi con total claridad el nombre de su anterior profesor. Todo volvería a la
normalidad muy pronto, pensó.
Don Alberto resbaló en el pavimento mojado mientras retrocedía. Estaba
aterrorizado. No en vano sabía, como todo el mundo en aquel colegio, que aquel
niño que había dicho su nombre no podía estar allí, porque un par de meses
atrás había asistido a su funeral, y él mismo había depositado unas flores
sobre el ataúd en el que yacía el pequeño, justo antes de que los sepultureros
lo cubriesen con la tierra húmeda del camposanto.
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