Apenas quedaban unos minutos de luz. Muy abajo, en el valle,
las sombras crecían y se fundían en una única mancha que lo devoraba todo.
El hombre estaba muy cansado. Había escalado la montaña con
la pequeña a cuestas y tenía las manos destrozadas por las aristas de las
rocas.
—No quiero saltar, papá —dijo ella con lágrimas en los
ojos, mientras observaba aterrorizada la sima que se abría a sus pies y que
descendía hasta el corazón de la montaña. La negrura se arremolinaba en el
interior del agujero y los atraía con una intensidad creciente.
—No tengas miedo—el hombre se agachó y la abrazó con fuerza
para infundirle valor—. Nunca te dejaré sola.
A sus espaldas comenzaron a oír los clics de la manada de
perros araña que llevaba días persiguiéndolos. Estaban muy cerca.
Si lo que contaban los antiguos era cierto, abajo
encontrarían las armaduras con las que los dioses habían vencido a los demonios
y, quizás, la última esperanza de evitar la extinción de la raza humana.
El hombre tomó a la niña en brazos y saltó a la oscuridad,
que ahogó los gritos de ambos y se los tragó como si nunca hubiesen existido.
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