A Carlos lo llamábamos El Andarica por la facilidad
que tenía para correr por las rocas del pedrero cuando pescaba pulpos. Se sabía
de memoria todas las cuevas y recovecos, y no conocíamos a nadie más rápido y
eficaz con la vara y el gancho. Todos los chicos de la pandilla habíamos
crecido juntos a orillas del Cantábrico, pero él pertenecía a una familia de
varias generaciones de pescadores y parecía que tuviese agua de mar en vez de
sangre corriendo por las venas. Carlos era mi mejor amigo, y también la primera
persona que conocí que murió debido al cambio climático.
Hace unos
años, comenzaron a aparecer delfines varados en nuestras playas, grupos de
ballenas e incluso algún cachalote. Por desgracia eso se hizo tan habitual que
dejó ser noticia. Solo apariciones tan exóticas como las de los kraken —así era como llamábamos a los
calamares gigantes que ascendían de la fosa de Carrandi para morir en la
superficie— merecían un pequeño hueco en la prensa local. Y aún así eso dejó
también de sorprendernos.
Tampoco
nos pareció demasiado extraño que llegase hasta el Muelle, a los pies de
Cimadevilla, algún grupo de focas de vez en cuando. Era muy divertido llevarles
algo del pescado que el padre de Carlos no había vendido en la rula. Hasta que,
del mismo modo que vinieron, desaparecieron.
Reputados biólogos
hablaban en los telediarios regionales del calentamiento global y decían que
era el responsable de los cambios que habían sufrido las corrientes cálidas que
bañaban las costas de los continentes. Ponían como ejemplo el desplazamiento de
las inmensas masas de kril de los mares australes a zonas en las que eran menos
habituales, y comentaban que eso con toda seguridad obligaría a desplazarse al
resto de la cadena alimentaria. Y con esa afirmación se referían a toda la
cadena alimentaria. Desde la base, compuesta por el diminuto kril, hasta la
cúspide.
Yo sé lo
que vi aquella tarde de verano, el año pasado, en la playa de San Lorenzo.
Era la
semana grande de las fiestas de Gijón y había bastante gente paseando por el
muro. Esa mañana habíamos conocido a unas chicas que no hablaban casi nada de
español y a las que habíamos bautizado como las yankis. Recuerdo que la
puesta de sol comenzaba a iluminar la iglesia de San Pedro con tonos
anaranjados, y a Carlos gritando que podía llegar sin problema hasta las boyas
amarillas que delimitaban el área de seguridad de los bañistas. Miré al
horizonte. Las boyas flotaban a no más de trescientos metros de la playa y me
costaba distinguirlas con la oscuridad creciente. Nadie intentó disuadirlo. El
resto de la pandilla sabíamos cómo era Carlos. Quería impresionar a las chicas
y era un buen nadador. Hacía un par de años que había quedado entre los diez
primeros en la travesía del Musel, así que lo que proponía para él no era más que
un paseo. Me pidió que bajase hasta la orilla del mar para guardarle la ropa.
Sólo se fiaba de mí, y no quería que nadie le gastase la típica broma que le
obligase a salir de la playa desnudo.
Antes de
que nos diésemos cuenta, Carlos se había adentrado unos cien metros en el agua
y nadaba de forma vigorosa hacia las boyas. Hacía calor, así que me descalcé y
avancé hasta que las olas me bañaron las rodillas. Me di la vuelta un instante
para mirar a los chicos que animaban desde el muro y, al volver la vista hacia
donde estaba Carlos, el terror se apoderó de mí y comencé a temblar de forma
incontrolada. Recuerdo que retrocedí dando traspiés para salir del agua y que
la resaca hizo que casi me cayese de espaldas. El mar estaba ligeramente rizado
y desde el muro, a un par de metros sobre el nivel del mar y con el sol casi
por debajo de la línea del horizonte, mis amigos sólo podían distinguir una
sucesión de picos. Por eso nadie más que yo pudo verlo. Entre las crestas de
las olas rizadas un triángulo de gran tamaño cortaba el agua de forma decidida
hacia Carlos. La primera embestida lo pilló por sorpresa y, al instante,
comenzó a luchar con un enemigo invisible. Después gritó un par de veces y
desapareció sin más en las oscuras aguas de la bahía.
Cuando el resto
de los chicos llegó hasta mí, yo estaba paralizado por el miedo.
Los
bomberos y la policía iluminaron la playa y las rocas al pie de la iglesia y se
pasaron toda la noche buscando a nuestro amigo. A la mañana siguiente el
helicóptero de rescate peinó meticulosamente el litoral, pero no fueron capaces
de encontrar su cuerpo.
Nadie me
creyó cuando les conté lo que vi. Dicen que es imposible que un pez de un
tamaño tan grande como para acabar con una persona pueda acercarse tanto a
nuestras playas y que, en el hipotético caso de que así hubiese sido, los
servicios de rescate tendrían que haber encontrado algún resto que apoyase mi
teoría. Oficialmente, Carlos se ahogó.
Ha pasado
casi un año. Ya es primavera y por la prensa me he enterado de que han regresado
las focas. En Gijón no se puede vivir de espaldas al mar, así que he vuelto a
la playa con los chicos. A veces pienso
que también ellos dudan de mi versión de los hechos, porque si hubiesen visto
lo que yo vi no se meterían en el agua otra vez. No he vuelto a bañarme en el
mar. El terror me paraliza cada vez que pienso en ello. En mis peores
pesadillas estoy nadando en las aguas del puerto, como hice en tantas ocasiones
cuando era niño, y siento que una corriente poderosa me zarandea. Floto para no
llamar la atención y aguanto la respiración mientras rezo para que la bestia
pase de largo. No me atrevo a meter la
cabeza bajo el agua porque creo que si no miro esos ojos fríos de cristal
perderá poder sobre mí. Los demás chicos se zambullen y nadan y ríen a mi
alrededor. Y cuando empiezo a pensar que todo es fruto de mi imaginación, la
aleta dorsal aparece y comienza a cortar la superficie del agua hacia mí.
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