Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano
Michael
escondió la barbilla en el cuello de cisne del jersey mientras esperaba a que
Stephen abriese la puerta. Estaba temblando. Había salido de casa con tanta
rapidez que se había olvidado de abrigarse adecuadamente para protegerse del
viento frío de principios de febrero. Miró alrededor. Solo su coche, atravesado
y con las luces de emergencia encendidas, rompía el orden y la monotonía del
pequeño barrio residencial. ¿Por qué tardaba tanto Stephen? Ya había hablado
con él por teléfono mientras circulaba a toda velocidad por las calles
desiertas, ignorando las luces rojas de los semáforos, para anticiparle su
llegada. Era consciente de que las tres de la madrugada no era una hora normal
para presentarse en casa de nadie, pero la urgencia de la situación no admitía
demora.
Algo
iba terriblemente mal.
Michael
siempre dedicaba el final del día a navegar y responder a la interminable
cascada de correos electrónicos que le enviaban sus colegas de departamento,
los alumnos a los que dirigía en sus tesis de fin de carrera y los compañeros
de investigación de varios proyectos en los que participaba. Era una tarea que
odiaba, pero que nadie más podía hacer por él. Como decía siempre, eso nada más
que era un pequeño peaje a pagar para poder dedicarse al mejor trabajo del
mundo: ser profesor del departamento de lenguas clásicas en Princeton. Solo
conocía una persona a la que le gustasen menos todos esos galimatías informáticos
que a él: su amigo Stephen. Por eso esa noche, cuando llegó cansado de la
universidad y vio su correo, lo abrió inmediatamente. Apenas hacía unas horas
que lo había dejado en el departamento. ¿Qué necesitaba decirle que no le
hubiese dicho esa tarde y que no pudiese esperar hasta el día siguiente? A
medida que leía el mensaje, los sorprendidos ojos de Michael se abrían más y más.
No podía ser verdad. Stephen tenía que haberse vuelto loco.
Hacía
un par de meses que un equipo de investigación de la universidad de Sevilla se
había puesto en contacto con ellos para solicitar ayuda con un descubrimiento
que había revolucionado el mundo científico. El equipo, coordinado por el
doctor Valentín Requena, había dedicado sus esfuerzos a estudiar una de las
grandes incógnitas de la historia: el motivo por el que la Orden del Temple había
pasado de ser el poderoso brazo armado de la cristiandad a una organización
perseguida cuyos miembros habían llegado a ser prácticamente aniquilados y sus
riquezas repartidas como botín de guerra. Y para intentar desvelar ese misterio
habían comenzado por estudiar con detenimiento las actas de la Santa Inquisición
cuyas fechas se correspondían en el tiempo con el ocaso de la Orden. Lo que los
sevillanos habían averiguado arrojaba una nueva luz sobre los hechos de aquella
época.
La
Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, tal y como
había sido conocida inicialmente, se había fundado con la misión de proteger a
los peregrinos que viajaban a Tierra Santa, pero también perseguía fines más
oscuros y menos conocidos, como el de destruir todo lo que atentase contra la
doctrina de la Iglesia. Hasta que llegó un momento en que los puntos de vista
de la Iglesia y de la Orden sobre aquello que debía considerarse herejía eran
tan distantes que los últimos grandes maestres del Temple, abrumados ante la
posibilidad de que pudiesen llegar a perderse cientos de años de ciencia y de
arte, y que eso acabase por sumir a Occidente en una era de oscurantismo y
tinieblas similar a la que había sucedido a la destrucción de la biblioteca de
Alejandría, tomaron la determinación de limitarse a esconder todo lo que la
Iglesia consideraba peligroso, a la espera de que llegasen tiempos mejores en
los que la cordura pusiera las cosas de nuevo en su sitio.
Hasta
que sus planes llegaron a oídos de la Santa Inquisición.
Hacía
tiempo que el rey de Francia, Felipe IV, acuciado por las enormes deudas que
mantenía con la Orden, intentaba en vano advertir al papa Clemente sobre el
inmenso poder que los caballeros habían acumulado a lo largo de doscientos años
y la amenaza que eso suponía para la estabilidad de los reinos de Occidente. Un
poder que crecía a medida que pasaba el tiempo y que comenzaba a rivalizar con
el de la mismísima Iglesia Católica. Así que, con el entendimiento contaminado
por las palabras del rey, y después de leer los informes de la Santa Inquisición,
al papa no le quedó duda alguna acerca de la necesidad de intervenir con
urgencia para cortar el brazo gangrenado antes de que la enfermedad acabase por
contagiar al resto del cuerpo. "Si la mano derecha te escandaliza, arráncatela",
llegó a decir el papa para mayor satisfacción del rey de Francia. Herejía era
el nombre de aquella enfermedad y solo había una cura posible para ella. Así
que los miembros del Temple fueron perseguidos en nombre de Dios, apresados y
torturados hasta que acabaron por confesar su culpa y después quemados en el
fuego purificador que incendió el sur de Europa con cientos de hogueras. Para
la orden caída en desgracia todo acabó la tarde del 18 de marzo de 1314, cuando
Jacques de Molay, su último gran maestre, elevó la voz entre el crepitar de las
llamas que iluminaban la fachada de Notre Dame para maldecir a aquellos que lo
habían acusado, un hecho que vino a engrandecer aún más el aura maldita que
rodeaba a los templarios, puesto que ni el papa Clemente ni Felipe IV vivieron
para ver la llegada del nuevo año.
Una
vez aniquilada la orden, todo aquello que habían escondido en lo más profundo
de sus fortalezas fue destruido de forma sistemática por la Inquisición.
Pero
no todo se perdió.
Entre
los documentos que el equipo del doctor Requena estaba estudiando se
encontraron con un texto criptografiado que no tenía nada que ver con el resto,
y su importancia residía en la autoría del mismo, que habían atribuido sin
ninguna duda al mismísimo Jacques de Molay.
El
único motivo que había salvado aquel texto de la destrucción había sido la
sospecha de que su mensaje oculto podría ser la llave que les llevase a nuevos
escondites del Temple; eso y que nadie había sido capaz de descifrarlo todavía.
Excitado
con aquel descubrimiento, el doctor Requena formó un equipo multidisciplinar
compuesto por lingüistas y programadores que, ayudados por un sofisticado
programa informático, lograron tener éxito allí donde la Inquisición había
fracasado. A los ojos de los sorprendidos investigadores comenzó a aparecer un
mensaje que había permanecido oculto durante cientos de años. Aquella carta,
dirigida por el gran maestre a alguien de su total confianza, revelaba con
exactitud la localización de algo que habían traído consigo en una de las últimas
cruzadas. Una misión dentro de la misión principal, pero tan importante como
para justificar el ingente coste económico y en vidas humanas de la cruzada. En
la carta se describía el complicado proceso por el que una milenaria orden de
sacerdotes se había puesto en contacto con el Temple, porque se sentían
amenazados y necesitaban que los caballeros se hiciesen cargo de unas reliquias
que ya no podían continuar bajo su custodia.
El
doctor Requena, por los datos de la carta, había situado casi sin margen de
error el lugar hasta el que había viajado el Temple para encontrarse con los
sacerdotes, la antigua ciudad sumeria de Ur, y, lo que era más importante aún,
también había localizado el escondite que había elegido el Temple para las
reliquias, el Alcázar de Caravaca de la Cruz, una de las fortalezas que habían
pertenecido a la orden en España. El gran maestre, al conocer la magnitud de la
conspiración urdida contra su orden, rogaba al destinatario de la carta que no
permitiese que las reliquias volviesen a ver la luz del día y que las
mantuviese a cualquier precio tal y como estaban dispuestas, y eso último parecía
de capital importancia. Para despedirse, Jacques de Molay se encomendaba a Dios
o a cualquiera que pudiese ayudarle en su misión, pues estaba seguro de que
tiempos muy oscuros se cernían sobre la Orden y sobre la humanidad.
Y
tal había sido el celo que habían puesto en buscar un escondite adecuado a la
importancia de la misión, que incluso conociendo su localización aproximada y
contando con la más moderna tecnología, el equipo del doctor Requena había
tardado seis meses en descubrirlo.
Las
reliquias habían resultado ser tres cofres de madera de pequeño tamaño,
sellados con lacre y cuya superficie estaba grabada con signos que pertenecían
a la primera de las grandes civilizaciones, la sumeria. Fue entonces cuando el
doctor Requena, consciente del enorme desconocimiento que existía acerca de aquella
cultura, no dudó en contactar con la mayor autoridad mundial en civilizaciones
mesopotámicas, el doctor Stephen Waterman, de la universidad de Princeton.
A
partir de ese momento los equipos de investigación de Sevilla y de Princeton
mantuvieron un contacto permanente vía satélite y, como fruto de esa colaboración,
no tardaron mucho tiempo en traducir los textos de las cajas, que resultaron
ser la pormenorizada descripción de la terrible maldición que perseguiría por
toda la eternidad a quien se atreviese a romper los sellos, y lo que parecía
una leyenda sobre lo que guardaban en su interior. Contaba aquella leyenda que
dioses y demonios eran seres formados por la misma materia divina, y que al
principio de los tiempos habían habitado el paraíso en armonía. Hasta que, para
demostrar su poder, se retaron para ver quién podía crear la criatura más
perfecta. Los demonios crearon a los espectros, perfectas y etéreas
representaciones de ellos mismos, y los dioses crearon al hombre y le dieron
una chispa de su divinidad. Demonios y espectros, envidiosos del poder de los
dioses y de la perfección de la criatura que estos habían creado, conspiraron
para acabar con ellos, pero en la batalla final fueron derrotados y las huestes
comandadas por los dioses acabaron por arrojar a los demonios al abismo. Pero
no pudieron hacer lo mismo con los espectros, que se escondieron en las sombras
a la espera de una nueva oportunidad, que llegaría cuando alguien iniciado
leyese el rito escrito en un extraño libro que se describía como hecho con la
piel de los perfectos. Los dioses, para evitar que eso pudiese suceder y antes
de dejar al hombre a su merced, habían dividido aquel libro que no se podía
destruir en tres partes y lo habían entregado a los sacerdotes para su
custodia, para que sus páginas nunca más volviesen a ser unidas, ya que eso,
traducido literalmente de la leyenda, haría que las palabras volviesen a cobrar
vida y a contar sus secretos.
Después
de exhaustivos análisis para comprobar que su interior no albergaba ningún tipo
de peligro, el equipo del doctor Requena abrió los cofres en un ambiente de luz
y humedad controlados para evitar que pudiese deteriorarse lo que había en su
interior, y lo que se encontraron dentro superó todas sus expectativas. Había
tres libros o, para ser más exactos, un libro desgajado y dividido en tres
partes, cuyas hojas, que resultaron ser piel humana exquisitamente curtida y
tratada para evitar el deterioro del paso del tiempo, contenían una densa
escritura jeroglífica que los desconcertó aún más a todos. Parte de la sorpresa
se debía a que no existía constancia alguna de escritura sumeria en libros,
pues todo lo que se había encontrado hasta el momento estaba impreso en arcilla
o adobe.
Stephen
necesitaba tener aquella joya entre sus manos, así que convenció al doctor
Requena de que lo mejor para la investigación era que los libros viajasen hasta
la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, donde podrían hacerle pruebas más
exhaustivas. El doctor Requena, consciente de que sin la colaboración de
Princeton no podría seguir adelante, accedió a regañadientes y le concedió un
mes para su estudio.
Stephen,
como jefe de departamento, dispuso entonces un estricto e intensivo plan de
investigación en el que estaban involucradas no menos de cincuenta personas
entre investigadores y miembros del personal de seguridad, y Michael había
tenido la suerte de ser uno de los agraciados. Pero ya llevaban quince días
estudiando a marchas forzadas la escritura del
libro y los avances habían sido más bien escasos. Todos los que formaban
parte del equipo estaban deseosos de dar con la clave que les permitiese
descubrir el enigma, y estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de
lograrlo, pero jamás se les hubiese ocurrido saltarse los protocolos de
seguridad.
Por
eso a Michael le pareció tan extraño el mensaje que le había hecho llegar
Stephen.
"Ha
sucedido algo muy raro. En el despacho de la universidad estaba seguro de que
el libro estaba a punto de revelarme sus secretos, que solo era cuestión de
tiempo. Por eso pensé que lo mejor sería llevármelo para poder estudiarlo con más
detenimiento. Pero lo que pasó al llegar a casa fue que no logré recordar qué
fue lo me había hecho pensar semejante cosa, porque el texto, salvo lo que ya
habíamos conseguido traducir, se mostraba tan ininteligible y sin sentido como
al principio. Y entonces me dormí, y en el sueño los glifos abandonaron las páginas
del libro y comenzaron a bailar ante mí, convertidos en letras que formaban
extrañas palabras que tenían el poder de transformar las cosas, y todo lo que
tocaban se marchitaba y pudría. Cuando desperté, el libro ya no era el mismo.
Estoy seguro de que el texto, aún extraño, es diferente. Y hay algo más. No sé
cómo explicarlo, pero siento que hay alguien más conmigo aquí en la casa.
Necesito que vengas de forma urgente, tienes que ayud"
Y
así de bruscamente se había acabado el correo. Y todavía más extraña había sido
la conversación telefónica que habían mantenido después, en la que Stephen no
reconocía el hecho de haberle mandado mensaje alguno.
Por
primera vez en cuatro mil años alguien había reunido las hojas del libro. Con
leyenda o sin ella, Michael pensaba que su amigo se había equivocado de forma
grave, y confiaba en que aún no fuese demasiado tarde para solucionar el error.
Michael
se dio la vuelta y comprobó que la puerta estaba entreabierta. Era muy extraño,
porque no había oído el ruido de los cerrojos al descorrerse, y estaba seguro
de que cuando había llamado a la puerta, esta estaba cerrada. Todavía aguardó
un rato en el porche, a la espera de que su amigo apareciese con cara
somnolienta y le preguntase qué demonios era lo que pasaba. Pero nada de eso
sucedió.
—¿Stephen?
—preguntó a la oscuridad del recibidor mientras empujaba la puerta con recelo.
—Pasa,
Michael. Al fondo, en la biblioteca.
La
voz de su amigo lo tranquilizó, así que cerró la puerta tras él y avanzó con
cuidado mientras acostumbraba sus ojos a la penumbra de la casa. El final del
pasillo estaba iluminado por una agradable luz anaranjada. Al llegar a la
biblioteca, encontró a su amigo sentado en una de las butacas, de espalda a la
chimenea.
—Buenas
noches, Mike. Acompáñame con un whisky, por favor. No permitas que este viejo
beba solo.
—No,
gracias. En realidad será una visita breve.
—Bien,
pues entonces siéntate —Stephen señaló la otra butaca con un gesto de la mano—
y cuéntame qué es eso que te preocupa tanto.
—Verás,
se trata del libro. No creo que haya sido una decisión muy acertada traerlo a
tu casa.
—¿No?
Me imagino que tendrás tus razones para pensar de esa forma.
Michael
pensó con rapidez para evitar decir lo que en realidad pensaba: que a su viejo
amigo lo había trastornado el proyecto hasta llegar a nublar su razón.
—Pues...
por motivos de seguridad. Se trata de un ejemplar muy valioso que hay que
manejar con sumo cuidado. Me imagino que a la universidad no le gustaría saber
que te lo has llevado.
Stephen
tomó un trago de whisky y lo retuvo un instante en la boca para paladearlo.
—Te
veo, Mike, pero no soy capaz de reconocer al hombre al que le brillaba la
mirada ante cada nuevo reto, ante la posibilidad de un gran descubrimiento.
Aquel hombre capaz de pasar una semana sin dormir con tal de que nadie pisara
su investigación.
Michael
bajó la mirada un poco avergonzado.
—Aquellos
tiempos se fueron, Stephen. Ahora hay reglas...
—¡Dedicación,
esa es la única regla! —Stephen elevó la voz—. ¡Amor por el conocimiento, ansia
de saber!
Michael
comprendió que, fuese lo que fuese que envenenaba la sangre y el entendimiento
de su amigo, no iba a ser capaz de convencerlo. No le quedaba más opción que
descubrir su verdadero temor.
—Ese
libro es peligroso, Stephen. Aún no sé cómo, puede ser que se trate de algún
tipo de radiación, o un veneno lento, o quizás algo que todavía no hayamos
descubierto, pero sea lo que sea corrompe el espíritu de los que están cerca de
él.
—No,
amigo mío. Te puedo asegurar que ese maravilloso libro en absoluto cambia la
naturaleza de lo que lo rodea.
La
cara de Stephen estaba semioculta en las sombras, porque tenía el fuego de la
chimenea a su espalda, pero por un instante Michael creyó ver un brillo extraño
en los ojos de su amigo.
—Hablas
con tanta seguridad que parecería que supieses cosas que yo desconozco, cosas
que yo sin duda compartiría contigo. —El silencio comenzó a convertirse en algo
molesto—. ¿Me disculpas un instante? Necesito ir al baño.
—Estás
en tu casa.
Michael
había perdido la esperanza de hacer entrar en razón a su amigo, así que decidió
que ya tendría tiempo de explicarse al día siguiente. Estaba seguro de que
Stephen acabaría por entender que lo había hecho por su bien. Ahora lo único
importante era hacerse con el libro y devolverlo a la universidad antes de que
alguien lo echase en falta. En el pasado, y casi siempre por motivos de
trabajo, se había quedado a dormir en varias ocasiones en casa de su amigo, así
que la conocía casi de memoria. Michael se movió con rapidez entre las sombras.
Si Stephen no había cambiado su forma de trabajar, lo que había venido a buscar
estaría en el despacho, al otro lado del pasillo.
La
tenue iluminación del jardín bañaba con luz fantasmal la estancia y convertía
el mobiliario en una sucesión de volúmenes con diferentes tonos de gris.
Michael se dirigió sin perder un instante hacia la enorme mesa de trabajo
repleta de libros. Cuando encendió la lámpara de la mesa para cerciorarse de
coger el libro correcto, se encontró con una horrible imagen que lo hizo
retroceder. Su amigo estaba sentado en la silla, detrás de la mesa. La cabeza
reposaba sobre sus manos y estas estaban apoyadas sobre la mesa, como si se
hubiese quedado dormido al leer el maldito libro que tenía abierto ante él y
que Michael reconoció al instante. La cara de Stephen no era más que una masa
sanguinolenta de carne a la que le faltaba la piel y los ojos. La sangre
formaba un charco que bañaba el libro, cuyas hojas, que recordaba ajadas y
resecas, ahora resplandecían lustrosas. Michael cayó de rodillas y enterró la
cara entre las manos en un intento de borrar la escena que tenía ante él. Una
voz, que parecía la suma de muchas otras, comenzó a hablar detrás de él y lo
asustó.
—Esto
no tendría por qué acabar así, "Mike". —Su nombre sonó extraño en boca de aquella cosa que no era su
amigo—. No era necesario que fueses tú, y nosotros todavía no estamos
preparados, pero no importa, mientras llega nuestro momento intentaremos saciar
tu ansia de conocimiento. No sería justo que tu alma abandonase el cuerpo
desconcertada, con tantas preguntas sin respuesta. —La silueta, recortada
contra la luz de la chimenea de la biblioteca, elevó la mano lentamente y se
arrancó la cara de su amigo. Al instante la oscuridad de su rostro se transformó
en miles de hilos negros que comenzaron a crecer en tamaño y longitud hasta
alcanzar el suelo, las paredes y el techo de la habitación, y después
comenzaron a arrastrase lentamente hacia Michael. Cada cosa que tocaban en su
camino se retorcía y adquiría un color enfermizo. Michael lo observaba todo
hipnotizado mientras aquel ser, la encarnación de un poder maligno más antiguo
que la humanidad, continuaba hablando con cientos de voces—. Si te sirve de
consuelo, nunca tuviste la más mínima posibilidad. Hombres más sabios que tú lo
intentaron primero, y fallaron. Nosotros ya estábamos aquí cuando tus dioses
caminaban sobre la tierra. El hombre tenía un nombre para nosotros, Lamashtu,
los sin rostro. Cuando tus dioses expulsaron con su maldita luz a nuestros
padres, nos quedamos solos, abandonados entre las sombras. Solo podíamos
esperar con paciencia y susurrar a los oídos de los más débiles, como fantasmas,
y confiar en que la ignorancia y la arrogancia de tu pueblo fuesen tan grandes
como para que olvidaseis lo que os dijeron vuestros padres y cometieseis el
error de reunir lo que una vez fue dividido. Durante miles de años lloramos, "Mike",
y el dolor de ese lamento solo es comparable con nuestro deseo de venganza y de
recuperar lo que una vez fue nuestro. Nuestros padres están perdidos en la
oscuridad, demasiado lejos para escucharnos pero, con vuestra ayuda, haremos
que vuelvan. La misma luz de los odiados dioses que los expulsó del paraíso será
la que los atraiga de nuevo a este mundo. Vuestra luz, "Mike",
la que vuestros padres os regalaron antes de abandonaros. Solo necesitamos
reunir un número suficiente de almas, y créeme, sabemos cómo hacerlo.
—¿Dónde
está Stephen? —La voz de Michael sonó rota y asustada. Habían jugado a ser
dioses sin detenerse a valorar las posibles consecuencias de sus actos y ahora
la magnitud del terror que habían despertado los había superado.
—No
te preocupes más por él. Tu amigo está aquí, con nosotros, donde siempre quiso
estar. Por fin alcanzó el conocimiento supremo y le duele saber que él ha sido
la llave que nos ha dejado entrar de nuevo al paraíso. Y nosotros disfrutamos
con su sufrimiento. Tendrás que disculparnos, porque todavía no tenemos las
herramientas adecuadas. —En la mano destelló algo con un brillo metálico que se
apagó casi al instante, cuando la oscuridad eclipsó cualquier rastro de luz en
la habitación. Michael no podía ver, pero siguió escuchando las voces cada vez
más cerca—. No te voy a engañar, esto te va a doler, pero no será nada en
comparación con lo que vendrá después. El tiempo del hombre se ha acabado, "Mike",
ahora os toca a vosotros llorar.
Exelente escrito
ResponderEliminarMuchas gracias por pasarte por el blog y muchas gracias por dejar tu opinión, Estela.
ResponderEliminar