La mortecina luz de los quinqués volvió a
iluminar el patio de butacas mientras el telón escondía los despojos que la escena final había
dejado sobre el escenario.
Todavía estaba impresionado con la
calidad de los actores. Sobre todo con el que había hecho de víctima. El pequeño
teatro del barrio latino no tenía más de treinta butacas y al estar tan cerca
del escenario había podido ver a la perfección el brillo de terror en sus ojos.
Eso era precisamente lo que buscaba cuando decidí venir a París a estudiar
interpretación. El contacto electrizante entre actores y público. Por una
parte, me entraron ganas de abrazar a Inés, la dulce guía de mis primeras horas
en la ciudad del amor, por otra, la obra había sido una carnicería y me había
dejado el cuerpo flojo. Era sorprendente lo que se podía hacer con tan pocos
medios. Todo me había parecido tan real...
La miré a los ojos. Jamás pensé que
pudiese enamorarme de alguien en tan poco tiempo y tan perdidamente.
—¿Te gustó?
—Mucho —mentí.
—Ahora quiero que conozcas a mi familia.
¡Su familia! Así, de improviso. Me parecían
demasiadas emociones por una noche. Pero ella acercó su pálida cara a la mía y
sentí que se me detenía el corazón. En aquel momento podría haberme presentado
al mismísimo Lucifer.
El beso me supo a azúcar requemado y noté
que me faltaba el aire. Cuando Inés separó sus labios de los míos, observé que
aquellos ojos azabache reflejaban la escasa luz con el brillo de cientos de
facetas, como los de los insectos.
—Les he dicho que quieres ser un gran actor,
así que mañana tú serás el protagonista de nuestra obra.
Inés intentó sonreír con dulzura, pero su
cara había cambiado. Ahora tengo miedo. Quiero huir, pero no puedo. Algo en su
beso me ha paralizado. Por el rabillo del ojo veo criaturas indescriptibles que
se mueven entre las sombras.
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