Corrección: Mariola Díaz Cano
Stella Dubois aparcó el Aston Martin de forma automática en
el garaje de su casa, quitó la llave del contacto y se miró en el espejo
retrovisor. Una pequeña sonrisa que no obedecía a ningún motivo concreto se
dibujaba en la comisura de sus labios. La sonrisa de la Gioconda, pensó. Su
vida no era perfecta, pero no le faltaba mucho para serlo. A los treinta y
cinco años había conseguido la mayoría de las metas que ella y sus amigas de
Oxford habían propuesto en el "Manifiesto para zorras felices", una
declaración de intenciones que habían redactado, borrachas y fumadas hasta casi
perder el sentido, en la fiesta de la ceremonia de graduación, en la
universidad. Era muy cierto que trabajaba muy duro y de sol a sol pero, a
diferencia del resto de los mortales, que sólo lo hacían para intentar
sobrevivir, ella estaba destinada a ser una de las elegidas, un miembro de la
élite que gobernaría la City. ¿Qué más podía pedir? Su apellido estaba a punto
de suceder al de su padre en uno de los más prestigiosos bufetes de abogados de
Londres, estaba felizmente casada con un hombre que la adoraba y además tenía
un hermoso niño de cuatro años. Por si todo eso fuese poco, hacía un mes que
habían vuelto de un maravilloso viaje a Costa Rica y todavía le duraba la
euforia. Había mujeres a las que se las conquistaba con pedruscos de muchos
quilates, pero Stella no era de esa clase. Para ella la felicidad más absoluta
consistía en poner un nuevo sello de visado en el pasaporte. De hecho, a veces
pensaba que todo lo que merecía la pena de la vida había sucedido durante las
vacaciones, en alguno de los viajes que comenzaba a planificar de forma
meticulosa desde el mismo momento en el que acababa el verano. Hasta ella misma
se daba cuenta de que cuando facturaba las maletas se convertía en una mujer
diferente. Durante ese maravilloso mes permitía que las cosas sucediesen. Así
había sido como había conocido a Tony, en una escapada organizada al zoco de
Marrakech. Todavía recordaba cómo le había llamado la atención aquel hombre
fuerte, de tez curtida y ojos verdes, que destacaba entre la multitud como un
diamante sobre terciopelo negro. El destino había querido que conociese a su
Lawrence de Arabia en aquel viaje, y Stella no era de las que desaprovechaban
las oportunidades. A veces se preguntaba si le hubiese causado la misma
impresión de haberlo conocido vestido con un traje, en el bufete en el que
trabajaba.
Alma se
cruzó con ella en la cocina. La chica de los Barton debía de haber visto las
luces del coche al acercarse y se había dado prisa en arreglarse. Era viernes,
lo más seguro es que hubiese quedado con su novio.
—¿Te dio mucha guerra el peque?
—No, ninguna —respondió la chica sin
detenerse y se fue cerrando la puerta tras ella.
Stella se quedó un rato mirando la
puerta cerrada. Alma era una buena chica, de eso no cabía duda, y la conocía
desde que reptaba con pañales por el jardín, y sin embargo hacía más o menos un
mes que había algo en ella que no acababa de encajar. Algo que era difícil de
explicar, y que podría ser nada más que una sensación suya, pero decidió que no
sería una mala idea mantener una pequeña conversación con la madre de la chica.
No le gustaba meterse donde nadie la llamaba y era consciente de que Alma
estaba en una edad complicada, pero a veces los vecinos podían ver cosas que
quizás no fuesen tan fáciles de ver en su familia.
Dejó las llaves en la pequeña bandeja
de cuero, sobre la cómoda del pasillo y se quitó los zapatos de tacón para
subir la escalera sin que el crujido de los peldaños despertase a Alex. El pequeño
dormía con placidez, pero completamente destapado, así que lo arropó, apagó la
lámpara de Spiderman y cerró la puerta con delicadeza.
Esa misma mañana Tony le había dicho
antes de irse al trabajo que le tenía reservada una pequeña sorpresa. Stella calculó
que le quedaba el tiempo justo para dejar una botella de vino abierta para que
respirase, darse una ducha rápida y ponerse algo sexy, pero descubrió
contrariada que no les quedaba ni una triste botella de vino en la bodega. A
esas horas tan sólo estaría abierto el Open, así que marcó el número de su
marido para ver si podía pasar cuando volviera a casa y comprar algo que se
pudiese beber.
—Vamos, cariño, contesta, por favor
—masculló por lo bajó mientras contaba el número de tonos, hasta que se dio cuenta
de que había otro sonido más en la cocina. Dejó que el móvil siguiese llamando
y siguió aquella música que conocía muy bien hasta su origen, detrás del
frutero.
—¡Genial! —exclamó a la vez que
apagaba su móvil y cogía el de Tony.
Bueno, no se podía luchar contra el
destino, esa noche habría sorpresa sin vino.
Stella tomó el móvil de Tony y lo miró
con reverencia. Era muy raro que se lo hubiese olvidado en casa. Siempre lo
llevaba encima porque era una de esas personas que necesitaba tener cerca una
buena cámara de fotos. Tony lo fotografiaba todo, y después disfrutaba como un
niño enseñándoselo. De hecho, era muy extraño que todavía no le hubiese
enseñado las fotos de Costa Rica. No hizo falta buscar mucho, ahí estaban:
fotos de la aproximación del avión, de la llegada al aeropuerto, en los parques
nacionales, en el Hilton, con los Bern —un matrimonio muy divertido que habían
conocido buscando un poco de marcha por la noche—, fotos un poco subidas de
tono en la intimidad de la habitación... Y los videos.
Stella repasó los iconos de forma
rápida y los identificó todos, excepto el último, así que se olvidó de que su
marido estaba a punto de llegar y pulsó el botón de reproducción de forma
distraída. De inmediato los sonidos de la selva inundaron la cocina. Las
imágenes, bastante movidas, parecían grabadas desde algún tipo de escondite. A
poca distancia, en el centro de un anfiteatro casi oculto por entero por una
vegetación exuberante, se alzaba una especie de altar ceremonial en el que
reposaba una mujer desnuda y aparentemente inconsciente. Parecía un espectáculo
destinado a asustar a turistas aprensivos, sólo que no había público en las
gradas. A Stella todo aquello le parecía muy extraño.
Seguramente lo hubiesen grabado
aquella noche en la que Tony y Raoul Bern se habían ido de marcha para ver un
poco más de cerca la ciudad, y que ella se había quedado con Isabella, tomado
un par de cócteles mientras espantaban divertidas a varios lugareños borrachos
que revoloteaban a su alrededor.
Stella reconoció la voz de Tony y de
Raoul. Hablaban en susurros.
—¿Qué tal se ve? ¿Puedes grabarlo?
—Creo que sí, las antorchas iluminan
bastante bien la escena.
—Dios santo. ¿Viste esas convulsiones?
¿Qué crees que van a hacerle ahora?
—No lo sé. Quizás nada más. Eso que la
obligaron a comer parece que la dejó inconsciente.
—Puede que esté muerta...
—Creo que con esto hay bastante.
Tenemos que ir a la policía con el video.
—¿Tú sabrías cómo regresar a este
sitio?
—Shhhhh. Calla. Ahí vuelven.
Una docena hombres rodearon el altar
en un amplio círculo y comenzaron a mecer sus cuerpos de izquierda a derecha
como si fuesen uno solo. Stella en ese momento cayó en la cuenta de que dentro
del círculo había algo más, una hermosa planta de grueso tallo que hasta el
momento le había pasado desapercibida. Aún desde la distancia aquellas flores
tan peculiares se parecían como dos gotas de agua a las que crecían desde hacía
unos días en la esquina más soleada del jardín.
—Mira la tierra, al pie de la planta
—se oyó la voz de Raoul—, parece que algo la está removiendo.
—Tiene que ser una broma —dijo su
marido—, parecen unas manos.
Stella forzó la vista. No era lo mismo
verlo en la pantalla del dispositivo que en directo, y podría ser sólo
sugestión, pero daba la impresión de que un par de pálidas y delicadas manos se
abrían camino entre la tierra como en las malas películas de zombies. Un
instante después una hermosa mujer emergió trabajosamente de la tierra y se
puso en pie de forma vacilante, como lo haría un cervatillo recién nacido. Sólo
entonces dos de los hombres que componían el círculo se acercaron hasta ella y
la cubrieron con una túnica mientras otros arrojaban el cuerpo de la mujer inerte
al agujero de la tierra, que comenzó a cerrarse casi de forma inmediata.
—¡Dios, mío! ¿Has visto eso? —La voz
de Raoul era pura histeria.
—Ahora sí que tenemos bastante...
—¡Nos han visto! —Algunos de los
hombres señalaban su posición—. ¡Esconde la cámara y vámonos!
De repente la imagen comenzó a
agitarse de forma violenta y después se detuvo.
Stella comprobó los videos. No había
más grabaciones. No entendía nada. Tanto si lo que había sucedido era real como
si era una broma, ¿por qué Tony no le había contado nada?, ¿y qué pintaba
aquella extraña planta en el jardín de su casa? Miró alrededor y comenzó a
sentir frío. El mundo parecía desmoronarse bajo sus pies. Todo parecía extraño
a sus ojos y empezaba a creer que ya no conocía suficientemente bien al hombre
con el que había decidido compartir su vida.
Tony llegaría en unos instantes y ya
no se sentía segura en la casa. Tenía que darse prisa. Cogió lo primero que
encontró en el armario para abrigarse y se dirigió a la habitación de Alex. El
sexto sentido le decía que lo mejor sería dormir por una noche en casa de sus
padres, hasta que todo se aclarase. Seguramente habría una explicación lógica
para lo que acababa de ver, pero la parte racional de su cerebro no capaz de
encontrarla. Las luces de un coche rompieron la oscuridad en el camino de
entrada de la casa. Era demasiado tarde para salir por delante. Si se daba
prisa, todavía podía coger a Alex y salir por detrás. Con un poco de suerte
podría dar la vuelta a la casa antes de que Tony reparase en qué era lo que
estaba sucediendo. Alex estaba profundamente dormido, así que Stella no perdió
tiempo en explicarle nada y lo cogió en brazos envuelto en el edredón.
—¿Qué es lo que pasa, mami?
—Nada, cariño —respondió ella
intentando tranquilizar al niño con su tono de voz—. Sólo nos vamos a casa de
los abuelos.
—¿Y papi?
—Papi vendrá mañana, cielo. Ahora
duerme.
Los ojos del niño se abrieron por
completo. Era evidente que se había desvelado.
—Pero eso no está bien, mami. Papá
tenía una sorpresa para ti esta noche.
Stella estaba tan preocupada vigilando
los movimientos de Tony que tardó un instante en darse cuenta del significado
real de aquella frase. Miró a los ojos de su hijo, que en la penumbra del
pasillo parecían haber adquirido un tono verdoso.
—¿Cómo sabes tú eso, Alex? Papá me lo
dijo hoy por la mañana, antes de irse al trabajo, y tú ya estabas en el cole...
—Cuando todo acabe, madre, ya no
tendrás que ir a trabajar nunca más y por fin estaremos juntos. Para siempre.
Era la voz de Alex, pero no era su
hijo el que hablaba. Horrorizada, Stella asistió en silencio a algo que la dejó
paralizada. El niño tomó con la mano derecha el índice de la izquierda y se lo
arrancó con un crujido seco. Después ofreció el pequeño dedo, que se movía como
si tuviese vida propia y de cuya parte cercenada sobresalían unos pequeños
zarcillos, a su madre, que asistía al espectáculo horrorizada.
—Come, madre, como lo hice yo la noche
en la que papá me hizo su regalo. No te preocupes por esto —y extendió los
cuatro dedos de la mano izquierda con total naturalidad—, mañana volverá a
estar bien. Todo será muy rápido. Después ya nunca más habrá dolor.
Stella comenzó a retroceder lentamente
hasta que su espalda tocó la pared. Era demasiado tarde. No se trataba de una
pesadilla de la que pudiese despertar, el monstruo con la forma de su hijo
seguía allí, de pie, ofreciéndole el pequeño dedo en la palma de la mano
abierta como si fuese un caramelo.
—¿Qué sois? —logró articular entre
sollozos.
—¿Qué somos, madre? —El pequeño arqueó
las cejas y ladeó la cabeza ligeramente, como si la pregunta lo hubiese cogido
por sorpresa—. Lo mismo que vosotros, sólo semillas.
Stella se derrumbó de rodillas, derrotada. No le quedaba
nada por lo que luchar, y no tenía fuerzas para escapar. Además, ¿hacia dónde
huiría? Le habían arrebatado lo que más quería. La vida ya no tenía sentido.
Impotente, escuchó los crujidos en la escalera que anunciaban la llegada del
hombre que antes había sido su marido.
Me gusta... Me gusta mucho. La idea me parece muy original y con muchas posibilidades.
ResponderEliminarGracias, Loren. Se trata de un pequeño homenaje a una peli que nos marcó, "La invasión de los ladrones de cuerpos". Y sí, creo que tiene posibilidades... Un abrazo, colega.
ResponderEliminar