Pero no sucedió
nada de aquello que Pablo se temía. Después de que volviesen a sonar unos
extraños susurros, Uno elevó su vista al cielo, miró por última vez a Pablo, y
se volvió con los imponentes escoltas. Las tres figuras se movieron sin
esfuerzo sobre la negra lengua de metal líquido, que a su vez se retiraba en
dirección a una magnífica fortaleza de oscuro cristal. El contorno de esa
enorme construcción comenzaba ahora a definirse un poco más allá del lugar en
el que se encontraban.
¿Cómo algo tan grande como aquello podía haber pasado
desapercibido hasta ese momento?
La respuesta a esa pregunta estaba en los torbellinos de la
oscura atmósfera que desaparecían a gran velocidad, y que la habían mantenido
oculta a sus ojos.
El muro exterior de la fortaleza era altísimo, y negro como
la noche más impenetrable. Contemplarlo trasladó otra vez a Pablo hasta la
pesadilla de la noche anterior, puesto que pronto se dio cuenta de que aquello
que alcanzaba a ver, no era sino la mínima expresión del anillo que en su sueño
había perforado la superficie de Mundo Flik.
Al ritmo al que avanzaban Uno y sus robots guardianes, no
tardarían en alcanzar un enorme portal que se abría en el muro de la fortaleza
y del que se escapaban siseantes columnas de vapor de forma intermitente.
Menos mal que todo había acabado por fin, pensó Pablo, y que
nadie tendría que obligarle a entrar en aquella especie de boca del infierno
que se abría amenazadora, a poca distancia de donde ellos se encontraban. Mundo
Flik estaba a salvo, su Sol y la Tierra también... o por lo menos así lo
entendía él.
–¿Y qué patalá con Nuno? –preguntó Rodrigo, mientras todos
contemplaban como el robot se alejaba sin titubear entre las enormes arañas
mecánicas.
–Me temo –dijo Flik– que será desmontado y reutilizado. En su
mundo las cosas que no sirven se descomponen para formar nuevas máquinas. Ellos
no construyen las cosas sólo como adornos. Todo ha de tener una finalidad. Uno
ha cumplido la función para la que fue creado y ahora ya no tiene utilidad
alguna. Las máquinas no se pueden permitir, con la escasez de recursos que
sufren, un gasto innecesario de materia prima.
–¿Ya no hablá máz Nuno?
–No, Rodrigo. Pero no pasa nada. En realidad es como cuando
se te estropea un juguete –concluyó su hermano mayor.
Nada más decirlo, Pablo se dio cuenta del error que había
cometido. Rodrigo lloraba cada vez que se le estropeaba un juguete, porque su
madre se lo tiraría a la basura por inservible. Tenía mucho apego a sus
juguetes. Afortunadamente, en la mayoría de las ocasiones sus padres conseguían
reparaciones milagrosas con ingenio, un destornillador y un poco de pegamento.
Pero no siempre era posible arreglar un juguete roto. Y como les decía su
madre, si se quedasen con todo lo que tenían, roto o no, llegaría el momento en
el que no podrían tener juguetes nuevos porque no cabrían en los armarios.
A la luz cada vez más clara de las dos estrellas de Mundo
Flik, Pablo pudo ver con toda claridad una lágrima asomando en el ojo de su
hermano.
Repentinamente, como
suceden las cosas imprevistas e impulsivas a las que Rodrigo era muy
aficionado, y sin que nadie pudiese detenerle, su hermano comenzó a correr,
como sólo él era capaz de hacerlo, en dirección al muro negro.
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