El abuelo siempre decía de Rodrigo que el día que lograse que
sus extremidades, que parecía que tuviesen vida propia, remasen al unísono en
la misma dirección, su nieto sería imbatible. Tal era la forma de correr de su
hermano.
¿Y ahora qué?, pensó Pablo mientras gritaba el nombre de
Rodrigo en vano, suplicándole por favor que volviese.
Habían ganado, ¡qué podía importar lo que le sucediese a aquel
robot en su mundo de robots! Desde luego ese no era su problema, que ya tenían
bastantes. Pero su hermano Rodrigo, paladín de las causas perdidas, estaba
claro que no pensaba del mismo modo.
¿Tanto había cambiado su hermano con esta aventura?, ¿tanto
había ganado en seguridad, como para atreverse a adentrarse en la terrible
guarida de las máquinas e intentar defender sus ideales, poniendo en peligro
incluso su propia integridad? Pero si no había persona sobre la faz de la
Tierra que tuviese más aversión al peligro que Rodrigo…
¡Cómo se arrepentía ahora Pablo de haberle llamado poco
arriesgado un par de días antes, cuando todo había comenzado! A saber qué
extrañas ideas tarzanescas estaban pasando por la cabeza de aquel chalado en
este momento.
Pablo se lamentó de su mala suerte. Un instante antes se
encontraban a un salto de regresar por fin a la seguridad de su casa, después
de cumplir satisfactoriamente con su misión. En aquel feliz momento, la
sensación de peligro que le había perseguido, hasta dejarle casi sin aire
durante tres días, se había evaporado dejando sólo el rastro de un mal sueño
Sin embargo, ahora se enfrentaba a la disyuntiva de
permanecer allí donde estaba, con la seguridad que le aportaba la compañía de
Flik, o tratar de impedir que su hermano entrase en aquella boca del mal a la
que se dirigía. Y de elegir esta opción, ¿qué haría mientras tanto con Pelayo,
que le miraba con los ojos como platos?
Lo que no estaba dispuesto a hacer era abandonar a su hermano
más pequeño. No señor. Donde quiera que él fuese, también iría Pelayo, que ya
estaba cansado de perder a sus hermanos por el camino.
Después de todas estas disquisiciones, y cuando Pablo fue
capaz por fin de despertar de su pasmo, se dio cuenta de que Rodrigo ya estaba
a mitad de camino entre el grupo de asombrados amigos y la humeante abertura de
la fortaleza. Así que, sin darle más vueltas y como si se hubiese accionado un
resorte en su cabeza, echó a correr tras él, llevando a Pelayo en sus brazos.
Un gesto loco, diría su madre, muy propio de la herencia genética de su padre.
A Pablo aquella cueva de metal que se abría ante él y
resoplaba siseante vapor le daba miedo, pero más miedo sentía por lo que
pudiese pasarle a su hermano.
A medida que avanzaba, la oscuridad aumentaba a su alrededor.
Pablo se sentía observado por cientos de ojos que se acercaban y alejaban
mientras enfocaban y recalculaban distancias. El volumen de maquinaria crecía
mientras se adentraba en sus dominios.
Miró por encima de su hombro. Flik y los suyos estaban muy atrás,
inmóviles.
¿Y eso qué significaba?, pues que no interferirían en ninguna
decisión que pudiesen tomar las máquinas, ni acudirían en su rescate. No
mientras durasen las negociaciones. Había demasiado en juego. Ahora los tres
hermanos estaban solos y Pablo esperaba no tener que arrepentirse de su
impulsivo gesto.
Ya había logrado recortar a la mitad la distancia que su
hermano le llevaba, y eso a pesar de llevar a Pelayo en brazos, pero se dio
cuenta de que con la duda inicial había concedido demasiada ventaja a Rodrigo.
Era evidente que su hermano pasaría bajo la arcada mecánica antes de que
pudiese alcanzarle. ¿Cómo podía ser que el renacuajo corriese tanto?
–¡Rodrigoooooooo!, ¡nooooooooo!, ¡espérame! –gritó justo en
el momento en el que Rodrigo desaparecía entre densas columnas de vapor.
Tragado por la oscuridad.
Pablo disminuyó el
ritmo de su carrera. Pelayo pesaba mucho y las dudas le asaltaban. A su
alrededor muchas cosas se movían y susurraban en aquel lenguaje que no
entendía. ¿No sería mejor dar media vuelta y tratar de conseguir la ayuda de
Flik?, ¿o la de sus padres en última instancia?
Sus papás sabían
muchas cosas y eran muy inteligentes. Seguro que descubrían la manera de llegar
a este mundo y rescatar a su hermano Rodrigo.
Miró hacia atrás.
La senda recorrida, antes despejada, ahora se asemejaba a un
túnel cada vez más estrecho y oscuro. Como si de alguna forma se fuese cerrando
a su paso. El cielo, desde su posición, no parecía tan limpio como cuando lo
había contemplado junto a Flik, al terminar La Prueba. De hecho ya no podía ver
a Flik.
¿Le dejarían volver las máquinas ahora, si decidía dar marcha
atrás? Tenían motivos más que suficientes para retenerle. Su hermano y él las
habían vencido, y además estaban incumpliendo el Código al invadir sin
consentimiento su territorio. Pero por otra parte, y en el remoto caso de que
las máquinas le permitiesen volver atrás, ¿sería capaz de llegar a tiempo con
sus padres para salvar a su hermano?
Pelayo parecía inquieto. A él seguro que tampoco le gustaba
internarse en aquel sitio tan oscuro.
Pablo miró de nuevo hacia delante. El muro de oscuro cristal
era inmenso. Ocupaba todo el espacio que su vista era capaz de abarcar, y por
arriba parecía llegar hasta el cielo. Miles de pequeñas luces rojas se apagaban
y encendían con gran rapidez dentro de aquella negra pared, algo que Pablo
interpretó como un enfado.
Su cabeza sopesaba una y otra vez cada alternativa, pero
sabía que mientras lo hacía estaba perdiendo un tiempo precioso. Rodrigo
estaría ahí adentro, en la oscuridad. Llorando, quizás perdido. Seguramente
llamándole a gritos.
Pelayo se aferró con más fuerza a su hermano mayor. Confiaba
en él, pero estaba empezando a mostrarse cada vez más nervioso por todas las
cosas que sucedían a su alrededor y que le gustaban muy poco. Pablo, que quería
demasiado a sus hermanos, sabía que él era la única posibilidad que le quedaba
a Rodrigo. Una lágrima de rabia y desesperación se escapó de sus ojos y
entonces emprendió de nuevo su marcha con renovadas energías.
–¡Allá vamos, Rodrigo!, ¡espéranos pequeño chiflado!
Cuando Pablo llegó al portal, sus ojos se cegaron con el
vapor, así que echó una de sus manos hacia delante para tantear el espacio y
evitar posibles tropiezos, y abrazó con más fuerza a Pelayo con la otra. Después
comenzó a caminar con mucho cuidado y aguantó la respiración mientras se
adentraba en la oscuridad.
La ceguera duró poco tiempo. Tras la cortina de vapor se dio
cuenta de que no costaba respirar. La luz, más tenue que la de Mundo Flik,
también le permitía ver sin problemas, aunque con menor nitidez.
Todo lo que se presentaba ante sus ojos era de una magnitud
impresionante. Resultó que, tal y como sospechaba, el muro de cristal oscuro
tan sólo era parte de un gran anillo que en su parte interna cruzaban cientos
de puentes a diferentes alturas. Esos pasadizos unían entre sí, como una gran
tela de araña, las torres más altas que un niño pudiese imaginar. Aquellas
altas edificaciones se perdían a su vez en las entrañas de Mundo Flik. Tan
abajo, que Pablo tuvo que apartar la vista para no marearse.
Pablo ya había estado aquí antes. En su pesadilla.
Todo a su alrededor estaba construido de aquel extraño
material, y por todas partes se movían miles de luces y de máquinas que no le
prestaban la mínima atención. Entre tanto cristal oscuro, y no muy lejos de
donde los asombrados ojos de Pablo lo escrutaban todo, una pequeña y pálida
figura se alzaba dentro de un semicírculo de máquinas, tan formidables como las
que se habían llevado a Uno.
Pablo corrió hacia su hermano.
–¡Rodrigooooooo! –volvió a gritar–. ¡Dejad a mi hermano en
paz, monstruos!