—El rojo es solo un color. Nada más que
un color. Y los colores no existen en ausencia de luz.
El padre Damián susurraba las mismas
frases una y otra vez mientras movía la afilada cuchilla adelante y atrás con
rapidez, como si acabar antes lo ayudase a olvidar con más facilidad lo que
estaba haciendo. Cuando terminó, volvió al rincón con el pequeño trozo de
carne, lo envolvió en un papel casi transparente, se lo metió en la boca y
comenzó a masticar mientras rezaba y pedía perdón. Eso bastaría para calmar los
calambres del estómago causados por el hambre; por lo menos de momento.
Sus ojos se encontraron de nuevo con el
color rojo. Era imposible pasar por alto la enorme mancha de sangre del suelo o
no ver la carne fría y azulada de la mujer. Siempre podía apagar las velas,
pero no quería malgastar la valiosa carga del mechero. Prefería descansar la
vista y cerrar los ojos durante un instante, para abrirlos solo cuando
comenzase a sentir sobre la piel el aliento gélido de los fantasmas creados por
la imaginación. Por lo menos ya no había golpes. Hacía tiempo que los monstruos
solo gemían. Casi se había acostumbrado a vivir en aquel mundo de sombras que temblaban con la respiración, y a
dormir con los ruidos de los fantasmas que aguardaban detrás de la puerta. Y eso
ya era todo un logro.
Sonrió, y el esfuerzo volvió a abrir las
grietas que el frío había dibujado en su cara. Le gustaría ver en aquel sótano
a alguno de los expertos que decían que el cerebro discriminaba los ruidos más
comunes y los llevaba a un segundo plano, allí donde no llamaban la atención.
Sí. Tendrían que haber pasado una temporada con él, allí abajo, rodeado de
monstruos. A ver qué pensaban entonces de los ruidos.
Ya habían pasado cuatro semanas desde que
se había quedado encerrado en el sótano, atrapado entre paredes de piedra. En
aquella situación era muy difícil resistirse al abandono y tenía que obligarse
cada vez más a menudo a recitar algún salmo para fortalecer el espíritu y no
olvidar quién era.
Pero recordar dolía.
Como cuando vio la fotografía.
***
Eso sucedió a las pocas horas de quedarse
allí atrapado, cuando el suministro eléctrico falló y apagó la única bombilla
del sótano. Afortunadamente, el apagón lo sorprendió rezando ante un
improvisado altar que había iluminado con un par de cirios, y gracias a eso no
se había quedado completamente a oscuras. Al principio pensó que podría
tratarse de un problema de la bombilla, así que, después de comprobarla a la
luz de las velas y ver que el filamento estaba bien, volvió a enroscarla en el
portalámparas y esperó. Pero la luz no volvió y un miedo irracional comenzó a
adueñarse de él a medida que pasaba el tiempo. No se trataba de que hubiese más
o menos luz, porque allí abajo se guardaban los repuestos de casi todo, y había
varias cajas con cirios y velas. Lo que en realidad sucedía era que aquel fallo
había socavado su esperanza de que todo se solucionase rápidamente. Hasta ese
momento, siempre había pensado que en cualquier instante oiría de nuevo la voz
de un ser humano. Que la policía, o quién fuese que se encargase de ese tipo de
asuntos, limpiaría las escaleras que conducían al sótano y más pronto que tarde
lo sacarían de allí. Pero si algo tan básico como la corriente eléctrica
fallaba, solo podía significar que las cosas tenían que estar muy mal arriba.
Damián encendió unas cuantas velas más,
hasta que fue capaz de ver cada oscuro rincón del sótano y, cuando terminó,
comenzó a preocuparse por otro problema mucho mayor. Afuera uno de los
inviernos más crudos que recordaba azotaba la ciudad desde hacía unas semanas y
hacía que por las noches la temperatura bajase varios grados bajo cero. La
iglesia era una sólida construcción centenaria cuyos muros habían aguantado dos
guerras mundiales, pero sin electricidad que calentase el agua y la moviese por
el circuito, muy pronto los radiadores no serían más que fríos trozos de metal
y el sótano se convertiría en una nevera. Para confirmar sus sospechas, al poco
tiempo comenzó a ver el aliento de su respiración a la vez que sentía los primeros
mordiscos del frío en la piel. Si quería sobrevivir no tendría más remedio que
desvestir a la mujer y ponerse toda su ropa por encima. Por fortuna —si es que
en lo que le había sucedido hasta ahora podía decirse que había algo de
fortuna— él no era más que un peso pluma, así que pudo aprovechar casi todo.
Cuando le quitó los pantalones, cayó al suelo una billetera de la que se escapó
una foto. Damián decidió en primera instancia que no la miraría. No quería
indagar en el pasado de ella, ponerle nombre y apellidos, humanizarla. No
después de lo que había sucedido. Pero el tiempo no pasaba, y los murmullos
volvían a traer a su lado los fantasmas, así que llegó un momento en el que la
claustrofobia comenzó a ahogarlo de tal forma que pensó que se volvería loco si
no encontraba de forma urgente una tabla de salvación, un vínculo que lo uniese
de nuevo a la especie humana.
Y cayó en la tentación.
No dejaba de ser gracioso que un
sacerdote cayese en la tentación. Se suponía que era alguien con una moral lo
suficientemente fuerte como para guiar a los demás en momentos de debilidad.
Pero al final había demostrado no ser más que un hombre y, como tal, débil.
Poco importaba todo eso ahora. Estaba seguro de que nadie se había visto
obligado a pasar por un trance semejante al suyo.
Nunca.
Ella se llamaba Joanne Dillard y vivía en la Rue Boulay, en una de las casitas
cubiertas de enredadera que había tras el supermercado. Eso estaba a tiro de
piedra de la iglesia. Era una mujer hermosa y estaba seguro de que hubiese recordado
su cara de haberla visto antes. Y eso no significaba que no hubiese podido
asistir algún día a una de sus homilías, o que no hubiese tenido que decir unas
palabras en el funeral de alguno de sus seres queridos. La fe pasaba por
momentos difíciles y aquellos tiempos en los que un pastor conocía a todos los
miembros de su parroquia parecían tan lejanos como irreales. En la foto que la
mujer guardaba en su cartera sonreía en una playa junto a un hombre y un niño,
en otro mundo quizás, en otra vida. ¿Había podido llegar a suceder alguna vez?
Todo lo que estaba viviendo le hacía dudar. Ahora el pasado parecía tan falso
como el decorado de cartón piedra de un teatro.
Cuando consiguió que su cuerpo adquiriese
de nuevo una temperatura razonable, decidió que lo mejor sería explorar el
sótano a fondo. Necesitaba saber con qué podía contar en el caso de que el
desenlace no fuese tan rápido como en un principio había imaginado.
En el extremo opuesto a la entrada había
otra puerta que se abría a un pequeño aseo que nadie había usado en años.
Quizás había tenido sentido en otra época, cuando la gente se refugiaba en
lugares como aquel sótano para evitar la locura de las guerras o las
persecuciones genocidas, pero ahora no era más que otro cuarto en el que
almacenar viejos cachivaches. Damián rezó para que las cañerías no estuviesen
obstruidas o, peor aún, congeladas, y se temió lo peor cuando abrió el grifo y el
aire atrapado en las tuberías comenzó a salir con un ruido horrible que hizo
que las criaturas del otro lado de la puerta despertasen de su letargo. Cuando
casi había perdido la esperanza y estaba a punto de cerrar el grifo, tuvo que
apartarse para que no le salpicasen los primeros borbotones de un barro espeso que
poco tiempo después se convirtió en un chorro de líquido transparente. Por lo
menos no moriría de sed.
Aquella noche no fue capaz de conciliar
el sueño hasta que lo venció el cansancio, y aún así despertó sobresaltado en
varias ocasiones. El cuerpo era débil, eso ya lo sabía. Lo único importante, y
lo que le haría salir vencedor de aquella batalla de desgaste, era mantener el
equilibrio espiritual. Desde la mañana en la que todo comenzó, había sucumbido en
varias ocasiones a la vocecilla interior que le decía que cada pequeña victoria
en aquella lucha por la supervivencia quizás solo sirviese para prolongar un
poco más la agonía. Y todas y cada una de las veces había logrado silenciarla
gracias a la fe. Esa noche todavía quería creer que Dios cuidaría de él y
guiaría sus pasos.
***
Una semana después llegó el hambre. Y con
él también las dudas. Dudas de que hubiese alguien más vivo en todo el mundo y,
en el caso de que así fuese, que estuviese capacitado para organizar un plan de
rescate que lo sacase de allí abajo.
Las fuerzas lo
habían abandonado casi por completo. Damián yacía en la esquina más alejada de
la entrada para evitar escuchar, en la medida de lo posible, los golpes y los
gemidos que venían de detrás de la puerta. Apenas se movía y casi ni rezaba.
Las horas no pasaban y la depresión había
minado su moral hasta tal punto que, en un momento de desesperación, reunió las
últimas fuerzas que le quedaban y se acercó a la puerta. Con lágrimas en los
ojos giró la llave en la cerradura y empujó con el hombro para entregarse a
ellos en un intento de acabar con su vida de una vez por todas, pero la puerta
no se desplazó ni un centímetro. Aquellos monstruos, guiados por su insaciable
sed de sangre, habían caído uno a uno por las estrechas y empinadas escaleras
hasta formar una masa casi compacta de carne putrefacta que presionaba la
puerta desde afuera. Bestias que no podían morir, bocas que gemían día y noche,
uñas que arañaban la puerta con chirridos tan agudos que hacían trizas sus
nervios.
Derrotado, tomó la cuchilla del suelo y
empezó a sopesarla entre los dedos. Tan solo un instante de dolor y los
problemas se habrían acabado para siempre. Intentó no pensar en nada mientras
apoyaba el afilado filo en el antebrazo. Era ahora o nunca. Si se sentaba de
nuevo en el rincón están seguro de que perdería el poco valor que había sido
capaz de reunir para hacer algo que tendría que haber hecho días atrás.
Fue entonces cuando escuchó la voz de
ella dentro de su cabeza, y eso salvó su alma inmortal.
"No lo hagas", le dijo Joanne,
"esa es la manera más fácil y cobarde de huir de la realidad y no
enfrentar los problemas. No puedes rendirte y arriesgarte a una condena eterna
por un momento de debilidad. ¿Cómo sabes que Él no te está poniendo a
prueba?"
Tenía razón.
A partir de ese momento, la voz crítica
que había escuchado en su cabeza se convirtió en la de Joanne. Damián, en su
trastornada visión de la realidad, la oyó decirle que lo perdonaba por lo que
había sucedido, porque sabía que todo había sido fruto de un desgraciado un
accidente. Y también lo animó a resistir. Y comenzó a repetírselo una y otra
vez, hasta que acabó por convencerlo. Incluso le dijo lo que debía hacer para
seguir vivo. Ese sería su regalo. La prueba definitiva que demostraba que lo
había perdonado.
El frío había convertido el sótano en una
nevera y eso había evitado que el cuerpo de Joanne se corrompiese. Damián
pensaba que las cosas sucedían siempre por una razón y entendió eso como una
señal inequívoca de que ella estaba en lo cierto. Así que tomó la cuchilla
ensangrentada y se arrastró hasta el cuerpo de la mujer. Por un instante los
ojos de ambos se encontraron. Los de ella, fríos, parecía que lo animasen a
seguir adelante. Damián sujetó el muslo de la mujer con una mano y deslizó la
cuchilla hacia abajo como supuso lo haría un cirujano. Todo aquello le
disgustaba, pero por lo menos la herida no sangraba porque ya no quedaba ni una
gota de sangre en aquel cuerpo. Estaba toda en el suelo, congelada a su
alrededor en un charco de escarcha roja. El corte fue tan limpio que parecía
que estuviese cortando rosbif y, cuando se hizo con un buen trozo de carne, dio
las gracias y se retiró al rincón.
"Todavía no puedes comértelo. Antes
has de bendecirlo", le dijo Joanne.
Pero él ya no podía hacerlo. No se sentía
digno. Hasta que le vino a la cabeza una idea que no estaba muy seguro que
fuese suya. Podía envolver la pequeña ofrenda en la palabra sagrada. Había
visto una caja llena de libros del Nuevo Testamento que les prestaban a los
niños para hacer la Primera Comunión. Así que rasgó con delicadeza una hoja
delgada como papel de fumar de uno de ellos, envolvió el trozo de carne con
reverencia y masticó mientras intentaba no pensar qué era lo que estaba
comiendo.
Al final el Señor había obrado un nuevo
milagro y había logrado que la oveja descarriada volviese al rebaño. Había
conseguido renovar sus esperanzas y su fe, y le había regalado unos días más,
hasta que se cumpliese el plan que había diseñado para él.
***
Por eso dolía recordar. Tan solo habían
pasado veintiocho días pero a veces, en los escasos momentos de lucidez,
volvían a su cabeza las imágenes del hombre que había sido y del mundo que
había dejado atrás, y no era capaz de reconocerse en aquello en lo que se había
convertido.
Ya
no salía agua del grifo. Alguien o algo habría cortado el suministro, o quizás
la tubería estuviese rota. Ahora tan solo le quedaba lo que había en la
cisterna. No estaba preocupado por eso. Lo único realmente importante era que
Joanne no le hablaba desde hacía varios días. Hasta ahora había soportado el
encierro en aquel sótano húmedo y frío porque había podido hablar con alguien.
Ella había impedido que se volviese completamente loco.
Además, cuando llegasen a rescatarlo y
viesen lo que había sucedido, ¿qué les diría?, ¿que todo había sido un
accidente? Ella podría corroborarlo si quisiera, pero ya no hablaba.
Consultó el reloj y le dio cuerda de
forma mecánica. Después añadió una marca en la pared al lado de las otras
veintiocho pequeñas muescas.
Damián tomó
el bolígrafo y comenzó a releer lo que había escrito en los papeles
amarillentos con membrete de la parroquia que había encontrado en una de las
cajas apiladas en el estante. El tiempo pasaba y sus opciones se agotaban pero,
si sucedía el milagro, necesitaba ponerlo todo por escrito antes de que la
memoria le jugase una mala pasada. Cuando lo rescatasen, su versión de los
hechos se vería reforzada por el pormenorizado relato que había ido escribiendo
desde el primer día. Si no llegaban a tiempo, aquellas letras serían su
confesión, y también su epitafio. Quien encontrase esos escritos, sin duda
juzgaría sus actos con dureza, pero era muy fácil juzgar a alguien desde
afuera. Le gustaría saber qué hubiese hecho cualquier otra persona en su lugar.
Viernes,
24 de diciembre.
Nunca
pensé que pudiese llegar a ver el Apocalipsis (¿y quién sí?), y menos que
pudiese suceder en Navidad. Por lo que he visto hoy, el tiempo del hombre se ha
acabado.
Esta
mañana me levanté temprano para preparar la iglesia y poder recibir a los
primeros fieles, y al abrir las puertas me extrañó no ver a nadie. Casi todos
los días me veo obligado a despertar, muy a mi pesar, a los indigentes que
duermen bajo los soportales. Recuerdo que hacía mucho frío, pero no había nadie
durmiendo afuera. Tan sólo manchas oscuras y colchones y cartones desordenados.
No pude evitar enfadarme. Rosemary y yo habíamos llegado a un acuerdo con
ellos: podrían quedarse por la noche mientras no impidiesen el paso de los
fieles a primera hora de la mañana y no hiciesen sus necesidades en la entrada.
No se trataba de ser remilgado. Rosemary ayudaba a asear a los ancianos del
hospicio y estaba acostumbrada a incontinencias y llagas, pero en la iglesia
únicamente limpiaba ella, y a su edad la ciática la estaba matando.
Al
levantar la vista me asusté al ver todas aquellas siluetas a la luz amarillenta
de las farolas. No pensé que pudiese tratarse de hombres, porque ninguno se
movía y, lo que más me llamó la atención, tampoco parecía que respirasen. Podía
ver con total claridad el vaho de mi respiración y a buen seguro que hubiese
podido ver el de ellos. Parecían estatuas humanas diseminadas sin orden por
alguno de esos artistas modernos, a la espera de una orden o un aliento de vida
que las reanimase.
Entonces
fue cuando escuché los gritos.
Un
grupo de personas se acercaban corriendo desde el fondo de la calle. Confieso
que la sorpresa fue tan grande que tardé en reaccionar. Cuando todas aquellas
siluetas inmóviles comenzaron a moverse, supongo que atraídas por las voces, me
entró pánico porque no había nada de humano en sus movimientos.
Las
personas que gritaban llegaron a mi altura y me empujaron con violencia hacia
el interior de la iglesia. Yo no entendía lo que decían. Por sus actos, los
gritos y la forma en la que iban vestidos —con pijamas algunos, otros medio
desnudos—, parecía que hubiesen perdido la cordura. Ante mi pasividad y
desconcierto cerraron los portones de la entrada. Casi al instante comenzaron a
oírse golpes y arañazos en la madera que provenían del exterior.
Recuerdo
que comencé a retroceder lentamente hacia el altar. Quería alejarme de aquella
gruesas puertas de madera que comenzaban a ceder, pero era incapaz de apartar
la vista de ellas y del grupo de personas desesperadas que intentaban impedir
que algo horrible pisara suelo sagrado. En ese momento todavía estaba
convencido de que la casa del Señor era una fortaleza inexpugnable que nada ni
nadie que Él no quisiera podría mancillar.
Pero
me equivocaba.
Tan
atentos estaban a defender la entrada, que los hombres no repararon en que las
vidrieras de los laterales de las naves comenzaban a oscurecerse. Afuera, las
abominaciones comenzaron a amontonarse unos sobre otros y, cuando llegaron
hasta ellas, la presión hizo que todas estallasen casi al unísono, vomitando un
alud de monstruos sedientos de sangre y cristales de colores.
Incapaz
de creer lo que estaba sucediendo, mi desconcierto duró el tiempo que las
bestias tardaron en alcanzar a los hombres de la entrada. Rodeados como
estaban, superados ampliamente en número y sin armas para poder defenderse, les
dieron caza en apenas un instante. Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar,
porque estoy seguro de que nadie en la historia de la humanidad ha visto algo
parecido. Si Dios consiente que esos demonios pisen suelo sagrado y devoren así
a su rebaño, es porque nos ha vuelto la espalda o porque ha perdido el pulso
con Lucifer.
Fue
la mujer la que hizo que saliese de mi estado catatónico. A ella le debo con
toda seguridad la vida. Aunque ahora pienso que, de no haber escapado, de no
haber huido como un cobarde, probablemente todo hubiese acabado más rápido y en
este momento estaría con aquellos pobres hombres, donde quiera que vayan
nuestras almas ahora que Dios se ha cansado de nosotros.
La
mujer se plantó delante y me gritó histérica, y eso me hizo reaccionar. De
forma automática me di la vuelta y corrí con ella pisándome los talones. No sé
si nos seguían, aunque supongo que sí. Rodeé el altar y entré en la sacristía.
Bajamos unas inclinadas escaleras de piedra hacia el sótano mientras me palpaba
los bolsillos en busca de las llaves del cuarto que utilizábamos como almacén.
Di las gracias al Cielo cuando las encontré.
Cerré
la sólida puerta de hierro cuando entró la mujer, y un instante después pudimos
oír con claridad las voces de dos personas que nos rogaban que abriésemos y les
permitiésemos entrar. Uno de ellos era un niño. En ese momento la mujer
enloqueció. A duras penas alcancé a entender, entre llantos y gritos
histéricos, qué era lo que quería decirme hasta que fue demasiado tarde.
Los
que estaban afuera eran su marido y su hijo.
Ese
fue mi primer momento de debilidad. Tenía pánico a lo que había visto allí
arriba, y mi cobardía me impidió abrir la puerta y correr el riesgo de que
entrasen en el cuarto. Ella saltó sobre mí y comenzó a golpearme, pero saqué
fuerzas de donde no tenía y la rechacé de tal forma que se golpeó contra la
pared de piedra del fondo y cayó sobre las cajas de cartón. El golpe fue muy
duro, y llegué a pensar que la había matado, así que el siguiente movimiento de
ella me pilló por sorpresa. La mujer encontró la pequeña cuchilla con la que
abríamos los embalajes y se arrojó sobre mí, blandiéndola alocadamente y
cortándome la sotana y en la cara. No sé lo que pasó después, tan sólo que
caímos hacía atrás y rodamos por el suelo. Cuando terminamos de forcejear y
pude librarme de ella, me di cuenta de que ya no peleaba como al principio.
Había mucha sangre en el suelo y sus ojos comenzaban a apagarse. Se había
clavado la afilada cuchilla en el muslo y probablemente había alcanzado una
arteria, porque sangraba con profusión. En ese momento ella estaba más cerca de
la puerta que yo, y podría haberla abierto de tener fuerzas para hacerlo.
Afuera
los gritos alcanzaron la histeria. No necesitábamos ver lo que sucedía para
imaginarlo. Los monstruos habían encontrado la bajada hacia sótano y también al
hombre y al niño, que ahora peleaban por su vida.
¡Que
Dios me perdone! Hubiese podido salvarlos de haber abierto aquella maldita
puerta cuando los oímos por primera vez, pero el miedo me había paralizado.
Los
gritos cesaron casi al mismo tiempo que sus ojos se apagaron. Recé por ella,
por ellos y por la humanidad. Después me atreví a mirar por la mirilla. Nada,
solo oscuridad. No puedo verlos, pero escucho las uñas arañando el metal. Sé
que la puerta aguantará, pero no podré salir jamás de aquí porque los cuerpos
de las abominaciones han bloqueado la puerta. No se irán, porque sé que pueden
oler que estoy aquí adentro, del mismo modo que el olor de la podredumbre de
sus cuerpos muertos llega hasta mí.
Damián dejó el bolígrafo. Estaba cansado.
Se levantó con dificultad y caminó hasta el baño para tomar otro trago del agua
de la cisterna. Tenía mucha hambre. ¿Qué era lo que se esperaba de él?
Se acercó hasta la puerta y la acarició
con sus dedos fríos.
—Por favor, dejadme salir —susurró entre
lágrimas, con los labios pegados al metal— quiero que todo esto acabe de una
vez.
Damián comenzó a sollozar mientras
golpeaba inútilmente la puerta. Y gritó hasta que ya no le quedaron fuerzas.
Cuando estaba a punto de dejarse caer sobre las rodillas, oyó un ruido dentro
de la habitación.
¡Cómo había podido ser tan tonto! La
misma fuerza vital que había hecho que aquellos seres se levantasen de sus
tumbas estaba volviendo a animar a la mujer, que se incorporó y miró
desconcertada a su alrededor. Cuando sus ojos sin brillo lo vieron, la que
había sido Joanne, su compañera de cautiverio, comenzó a reptar hacia él con el
rostro transformado en un rictus de hambre animal. Damián se dio cuenta de que
por fin Dios lo había escuchado. Seguramente sería doloroso, pero nada que un
buen siervo de Cristo no pudiese soportar. Además era de justicia que todo
acabase así. Ahora sería él quien sirviese de alimento. Damián arrojó la
cuchilla lejos y comenzó a rezar mientras caminaba sin temor hacia Joanne.
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