Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano
En
un último y desesperado intento por liberar a la mujer del abrazo mortal del
zombi, Lohmú saltó sobre la espalda del monstruo y tiró de su cabeza hacia atrás
con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A primera vista, Lohmú no parecía
más que un viejo deforme que se movía con dificultad y arrastraba una pierna
debido a una tara de nacimiento, pero la realidad era que aquel cuerpo torpe en
apariencia escondía una musculatura de fuerza sobrehumana y que la naturaleza,
para equilibrar un poco más la balanza, también le había dotado de un organismo incapaz de
sentir dolor. Lohmú hubiese
podido destrozar a cualquier hombre en un combate cuerpo a cuerpo, pero nunca
había tenido la más mínima posibilidad en aquella lucha desigual. No había
fuerza en el mundo que pudiese rivalizar con el hambre de la criatura. La pelea
apenas duró un instante, justo el tiempo que el zombi tardó en sacudírselo de
encima. A partir de ese momento, el jorobado quedó a su merced. Aplastado
contra la tarima por aquella fuerza sobrenatural, sentía con impotencia cómo la
bestia desgarraba su carne y podía oír los chasquidos de los huesos al
desencajarse. Ya no le quedaba más que esperar el fin. Sin dolor no habría agonía,
y el daño apagaría su cuerpo poco a poco, hasta que la bestia llegase a un órgano
vital. Hasta entonces sería el testigo mudo de su desmembramiento, como cuando
alcanzó a ver sobre el suelo, y sin ningún tipo de emoción, la pequeña y
sanguinolenta esfera que antes había sido su ojo derecho.
Ella,
que había sido la dueña de un poder sin igual y había llegado a pactar con el
mismísimo rey de los demonios, yacía solo a unos pasos de distancia, con el
cuerpo roto y la cara cubierta por su melena roja como el fuego. Enormes
manchas de color escarlata manchaban la piel de su espalda, desgarrada allí
donde el monstruo había clavado los dientes. Lohmú rogó a los antiguos dioses a
los que tan bien había servido que fuesen misericordiosos y permitiesen que esa
fuese la última imagen que pudiese llevarse en su último viaje al infierno.
Pero entonces, cuando todo parecía
perdido, el monstruo perdió el interés en ellos.
De
repente la criatura elevó la cabeza como si hubiese podido escuchar una
invisible nota musical, como si la brisa del pantano hubiese susurrado su
nombre. El muerto viviente caminó con determinación hacia a la ventana y comenzó
a arrancar con violencia las maderas de la pared. Lo siguiente que Lohmú alcanzó
a oír fue el sonido de un cuerpo al arrojarse al agua. Entonces el jorobado se
arrastró hasta el cuerpo de la mujer y tocó la suave piel del cuello con sus
dedos encallecidos. Todavía estaba caliente. Aún podía salvarla.
Lohmú
se levantó con dificultad y evaluó los daños que había sufrido. Lo que peor
aspecto presentaba era el brazo izquierdo, que colgaba inerte al costado, pero
por lo menos no parecía que estuviese roto. El resto de las heridas eran más o
menos profundas y le hacían perder bastante sangre, pero eso no lo mataría. Por
lo menos no de momento. Así que buscó un apoyo entre los escasos muebles donde
poder encajar el brazo y, con un certero y rápido movimiento, lo volvió de
nuevo a su sitio. Solo se demoró un instante para abrir y cerrar la mano y
comprobar que de nuevo funcionaba como debiera. Tenía que darse prisa, no había
tiempo que perder.
Barrió
con la mano todo lo que había sobre la mesa y arrojó frascos y redomas al suelo
sin importarle lo valioso que pudiese ser el contenido. Ninguno de aquellos
compuestos que se mezclaban y se filtraban entre las maderas del suelo y que acabarían
cayendo a las pútridas aguas del pantano le servían por ahora. Lohmú tomó a la
mujer y la depositó con delicadeza sobre la mesa. Por un instante contempló
aquel hermoso cuerpo desnudo sin bajar avergonzado la vista, como cuando ella
reparaba en su mirada. Con mucho cuidado para no tocar las profundas heridas
que habían acabado con su vida, recorrió su piel tibia desde los tobillos hasta
el cuello y apartó con devoción el pelo enmarañado y tieso por la sangre seca
para dejar a la vista unos ojos negros como la pez. Nunca habría osado tocar a
la mujer en vida, solo ahora que estaba muerta se atrevía a expresar todo el
amor que sentía por ella.
Algo
lo despertó de su ensueño e hizo que apartase rápidamente la mano de la mujer.
Le parecía haber oído a alguien susurrar. Miró a su alrededor. ¿Había sombras
que intentaban alcanzarlo, o era solo el temblor de la luz de las velas? Aquel
cuerpo podía estar muerto, pero estaba seguro de que su espíritu aún no se había
ido. Podía sentir su presencia vagando por el pantano. Si todo salía bien, ella
seguramente lo castigaría por haber osado tocarla, pero no le importaba.
Siempre lo castigaba.
Tomó
un libro del estante y lo hojeó en busca de un pasaje concreto. Lohmú era
consciente del peligro que corría al intentar invocar aquellas fuerzas demoníacas,
pero estaba desesperado y eso le impedía tener miedo. No tenía nada que perder.
Su alma, si es que había llegado a tenerla alguna vez, hacía mucho tiempo que
estaba condenada. Y la vida ya no le pertenecía. No desde que ella lo había
liberado de la soga la noche en la que lo habían dejado por muerto, colgando de
un roble en un cruce de caminos. Desde aquel momento él le había prometido
obediencia para siempre, y no pensaba faltar a su palabra le costase lo que le
costase.
Sabía
que no poseía el don y que su cerebro simple y primitivo era incapaz de
comprender cosas complejas, como los misteriosos conjuros que ella manejaba con
soltura, pero la había visto traer a tantos hombres de regreso de la muerte que
conocía las palabras casi de memoria. Si solo se trataba de eso, si las
palabras por sí solas tenían el poder, todavía tenía una oportunidad.
Colocó el libro
allí donde pudiese consultarlo y comenzó a recitar el salmo de la protección. Después
tomó la arcilla ceremonial y empezó a cubrir el hermoso cuerpo de la mujer con
los signos que alguien había dibujado en aquellas páginas hacía más de
doscientos años. Cuando terminó, se arrodilló y comenzó a canturrear mientras
se mecía levemente adelante y atrás.
Según
ella, las fuerzas sobrenaturales fluían por el mundo como las aguas de un río y
no todos podían verlas, pero había personas especiales que habían nacido con el
don de poder manejarlas a su antojo. A Lohmú no le cabía duda alguna de que la
mujer que reposaba sobre aquella mesa era una de ellas. La mujer también le había
dicho que había lugares mágicos en los que esas fuerzas se manifestaban con más
intensidad, portales en los que la frontera entre este mundo y el infierno era
más frágil. Por eso se habían establecido en aquella vieja cabaña, en el corazón
del pantano. Lohmú estaba seguro de que oirían sus plegarias, y había demonios
ancestrales que les debían favores, criaturas innombrables que no los dejarían
abandonados a su suerte.
En
el pantano, el calor húmedo y pegajoso era algo tan natural e inevitable como
la muerte. Por eso Lohmú se sorprendió cuando comenzó a sentir frío. Pero no
dejó de cantar ni cuando una brisa helada como la mano de la muerte apagó las
velas y dejó la habitación iluminada únicamente por la luz de la luna, que se
filtraba entre las maderas de la techumbre. Casi al instante comenzó a escuchar
susurros que acompañaban su cántico. Ya no estaba solo. Sombras más oscuras que
la noche rodearon el cuerpo roto de la mujer y dibujaron siluetas de pesadilla
en las paredes de la cabaña. Lohmú cerró los ojos y empezó a cantar con más
fervor. En aquel momento juró que no se detendría hasta que ella lo llamase de
nuevo por su nombre.
El
rugido de un trueno todavía lejano lo sacó de su éxtasis y lo devolvió al mundo
real, y abrió los ojos solo para comprobar que una luminosidad sobrenatural bañaba
el cuarto. No era consciente de haberse dormido y sin embargo le daba la
impresión de haber vivido una pesadilla tan nítida que todavía tenía la piel
perlada por el sudor del miedo. Estaba confundido, lo mismo podría haber pasado
un suspiro que toda una eternidad. El cuerpo de la mujer ya no reposaba sobre
la mesa, sino que flotaba un palmo por encima de ella, con los brazos colgando
a los costados, como si algo o alguien que no alcanzaba a ver la estuviese
sosteniendo en el aire. Una enorme criatura sin forma definida que parecía
haber salido del más profundo pozo del infierno recorría con cientos de tentáculos
su cuerpo y ella parecía responder a los estímulos. Lohmú se asustó cuando
reparó en que un líquido oscuro y denso como la sangre salía de las heridas y
se derramaba sobre la mesa, pero se tranquilizó cuando se dio cuenta de que no
era más que una ilusión óptica, en realidad era la savia del pantano la que
nutría el cuerpo de ella mientras cerraba las heridas abiertas.
Y
de repente todo terminó.
Un
suspiro sobrenatural hizo que la cabaña temblase. Lohmú vio cómo aquellas
fuerzas invisibles volvían a depositar con delicadeza el cuerpo de la mujer
sobre la mesa y la criatura infernal que se retiraba deslizándose con pereza
sobre el suelo de madera hacia la seguridad de las aguas del pantano.
Algo
había salido mal. No cabía duda de que el vínculo se había roto, pero era imposible
que todo acabase tan rápido. Todavía se estaba preguntando en qué había fallado
cuando oyó los primeros gritos.
—¡Sal
de tu guarida, bruja! ¡Esta vez has llegado demasiado lejos!
Lohmú
se asomó a la destrozada ventana para ver con asombro que la orilla del pantano
estaba iluminada por un río de antorchas que se acercaba a la cabaña. Una
veintena de hombres del pueblo gritaban enardecidos con el valor de la multitud
y quizás también animados por el calor del alcohol. Algo muy grave tenía que
haber sucedido para que se atreviesen a llegar hasta aquellos parajes en plena
noche.
El
sheriff Gordon encabezaba la comitiva y parecía que le estaba costando mucho
trabajo mantener a aquellos hombres bajo control.
—¡Esta
noche una criatura que no estaba ni viva ni muerta acabó con la familia
Monatrie! —gritó por encima de las voces de la multitud—, y otros cinco buenos
hombres cayeron antes de que pudiésemos detenerlo. Queremos saber qué es esto y
si habéis tenido algo que ver con ello.
Y
el hombre de la ley levantó una cabeza que mantenía sujeta por la cabellera
para que todos pudiesen verla. No había duda, se trataba del zombi que esa
misma noche ella había traído de vuelta de la muerte.
—¡Marchaos
de aquí! —La voz de Lohmú salió de entre las sombras de la cabaña—. ¡Ella está
a punto de regresar y os matará a todos! ¡Si os vais ahora, puede que todavía
salvéis vuestra vida y la de vuestras familias!
Lohmú
había mencionado a propósito a los que habían dejado en casa. El alcohol podía
hacer que uno arriesgase la vida por una causa que considerase justa, pero era
algo muy diferente poner en
peligro a los seres que amaban. Un murmullo de temor recorrió las filas de los
hombres, que retrocedieron unos pasos pero, cuando el miedo a la venganza de la
bruja parecía que comenzaba a hacer mella en el ánimo de la gente, el sonido
seco de un disparo hizo que todos se encogiesen.
La
bala arrancó un trozo de astilla de la ventana.
—¡Alto!
¿Quién ha disparado? —preguntó el sheriff—. Las cosas han de hacerse de acuerdo
a la ley. No somos bestias. Todo el mundo tiene derecho a un juicio justo.
Un
hombre alto que llevaba un rifle apartó a los hombres que estaban en primera
fila y se enfrentó al sheriff.
—Tú
viste lo que quedó de aquellos chicos. ¿Qué habrías hecho si se tratase de tu
Luci, Gordon? Esta noche tendremos justicia, lo quieras tú o no, así que puedes
echar una mano o mirar hacia otra parte, pero no te metas en medio.
Parecía
evidente que aquel hombre había asumido el papel de líder de la manada. El
rugido de la gente dejó al sheriff con la boca abierta y sin respuesta. Esa
noche la estrella que colgaba en su pecho no le daría la autoridad que
necesitaba para detenerlos.
Dentro
de la cabaña, Lohmú apretó los dientes en un gesto de rabia e impotencia. Eran
demasiados. No solo habían roto el pacto, sino que además habían interrumpido
el ritual sin que estuviese acabado. Presa de la desesperación, cogió el cuerpo
inerte con sus fuertes brazos y salió con ella al hombro por una trampilla que
daba a la parte de atrás de la cabaña. Con un poco de suerte, el agua oscura
que le llegaba por las rodillas confundiría a los sabuesos si se atrevían a
perseguirlo.
Mientras
tanto, la tormenta crecía en intensidad a medida que avanzaba sobre el corazón
del pantano. Los relámpagos rasgaban la noche con mayor frecuencia y el ruido
de los truenos ahogaba cualquier otro. El viento agitaba las ramas de los árboles
como si un titiritero loco tirase de las cuerdas. Las más secas se desgajaban
del tronco y se convertían en peligrosos proyectiles difíciles de esquivar. El
sheriff hizo un último intento por controlar a aquellos hombres, pero era
incapaz de hacerse oír por encima del creciente estruendo de la tormenta.
Algunos habían emprendido el camino de vuelta, quizás convencidos de que las
cosas no podían hacerse de ese modo, quizás asustados por lo que pudiera
suceder a sus familias o avergonzados por lo que creían que estaba a punto de
ocurrir. Pero uno de los más atrevidos, quizás temeroso de que los ánimos de la
gente se enfriasen y todo se quedase solo en un aviso, arrojó una antorcha que
nada más tocar el tejado de la cabaña convirtió la construcción en una bola de
fuego.
Cuando
Lohmú echó la vista atrás, la cabaña no era más que una pira de fuego que
crepitaba e iluminaba el paraje con una luz infernal. Enormes y grotescas
sombras jugaban al escondite entre los árboles del manglar. Los hombres que se
habían quedado lanzaban enfervorecidos vítores con los que festejaban el final
del reinado de terror de la bruja. Estaban sedientos de venganza y no se
detendrían ante nadie. De repente los perros comenzaron a ladrar y a tirar de
las correas de una forma salvaje.
«Huelen
mi sangre», pensó el jorobado.
Todavía
les llevaba una importante ventaja y nadie conocía aquellas aguas mejor que él,
y quizás no tardasen en perder su rastro o
los hombres no se atreviesen a internarse en el pantano sin la seguridad de la
luz del día, pero no podía confiarse.
La
tormenta estaba casi encima de ellos y las primeras gotas gruesas rompieron la
superficie del pantano.
A
la luz intermitente de los relámpagos, Lohmú alcanzó el árbol milenario que
crecía deforme en el corazón de la ciénaga y lo rodeó para buscar la entrada
escondida entre las retorcidas ramas. Protegido en la oscuridad del escondite,
dejó a la mujer con delicadeza sobre una especie de altar natural y se dispuso
a rezar a demonios más antiguos que la humanidad. Solo pedía un poco más de
tiempo para ella, para que pudiese completar el ritual. Pero sus esperanzas se
desvanecieron cuando, tras el fragor de un trueno, pudo oír con claridad la voz
de un hombre:
—¡Salid
de vuestro escondite, monstruos! Ni siquiera esta mierda de tormenta va a
impedir que os demos vuestro merecido. Es hora de que paguéis por vuestros
pecados.
Se
acabó. Era el fin. El cualquier otro momento se hubiese enfrentado a ellos y
hasta hubiese podido salir victorioso, pero no esa noche. Aunque las heridas no
le dolían, había perdido demasiada sangre y eso le había robado todas las
fuerzas. ¡Qué podía importar la forma de morir! Todo estaba perdido. Tomó por última
vez la mano de la mujer entre las suyas y se levantó para hacer frente a su
destino.
Cuando
Lohmú salió del escondite, una cortina de lluvia lo empapó por completo. Podía
imaginar lo que representaba para aquellos hombres, pues su sola presencia, aún
herido, era suficiente para que casi todos retrocediesen unos pasos. Pero eran
demasiados. El viento soplaba y agitaba la superficie del pantano y los bañaba
a todos en agua putrefacta hasta la cintura.
Los
perros entrenados para matar tiraban de las correas con sed de sangre. De su
sangre. Lohmú vio a cámara lenta cómo el hombre reía de forma demencial
mientras abría la mano que sujetaba las correas y permitía que las tres bestias
se abalanzasen sobre él. También pudo ver su cara de sorpresa ante lo que
sucedió después. La tormenta había crecido en intensidad, pero ya no los
alcanzaba. Era como si estuviesen protegidos por una burbuja que la tempestad
no podía atravesar. Los perros frenaron su alocada carrera a escasos metros de
donde se encontraba el jorobado y regresaron a toda prisa para esconderse entre
las piernas de su amo, aullando y gimiendo de terror. Los mismos hombres que un
instante antes se habían mostrado tan valientes comenzaron a retroceder. Sus
caras de pavor lo decían todo.
Lohmú
se volvió y lo que vio hizo que se arrodillase en aquellas aguas cenagosas. Una
niña caminaba lentamente hacia ellos sobre el agua. Apenas podía ver sus
rasgos, porque detrás de ella los relámpagos solo recortaban la silueta, pero
no podría olvidar jamás el fuego infernal que iluminaba sus ojos.
—¡Ama
Mohana! —gritó al tiempo que bajaba la mirada en señal de obediencia.
—Aparta,
fiel Lohmú. Deja que estos hombres y sus bestias puedan acercarse a mí. Quiero
escuchar sus exigencias.
El
agua cenagosa borboteaba a su alrededor, y Lohmú pudo ver el lomo de las
bestias infernales cortando el agua rápidamente en dirección a los
aterrorizados hombres.
Ninguna
de las personas que componían aquella partida de caza volvió a sus casas.
Aunque, de haber podido hacerlo, tampoco hubiesen salvado la vida. La tempestad
que azotó el pantano con una violencia que nadie recordaba en siglos, pronto se
convirtió en un huracán que se tragó varios pueblos de los alrededores. Cientos
de hombres, mujeres y niños perecieron aquella noche y nunca se pudo recuperar
sus cuerpos. Los viejos dicen que la bruja se los llevó, que visitó cada una de
las casas para robar sus almas y enterrar sus cuerpos aún con vida en el
pantano. Y que los hará regresar de la muerte cuando el oscuro demonio al que
sirve los necesite.
Martin Wormwood
guardó silencio durante un instante para que la historia que acababa de contar
calase hasta los huesos de aquellos jóvenes como una ducha de agua fría.
—Y
eso es todo lo que mi padre me contó sobre la leyenda de la bruja, muchachos.
El
anciano envolvió con parsimonia la caja de cebo vivo en papel de periódico
amarillento y colocó el paquete en la bolsa de papel, junto al resto de las
compras. No tenía prisa, porque por aquellas tierras nadie la tenía. Cuando uno
se adentraba en el condado de Ponniegough, tenía que olvidarse del reloj, esa
era la primera norma.
Los
había dejado impresionados. No había más que mirar sus caras. Llevaba sesenta años
contando una historia que conocía mejor que la suya propia, y ponía tal pasión
al hacerlo que pocos de los que salían de la pequeña tienda se tomaban el
asunto a broma. Algunos incluso llegaban a cancelar la excursión por el pantano
para volver a la seguridad de sus casas en la ciudad. Pero aquellos chicos eran
diferentes. Podía ver el veneno de la adicción al peligro en sus miradas. A
aquellos lobos de ciudad, con sus enormes y brillantes todoterrenos y sus caros
relojes, les encantaba presumir de quién la tenía más larga. Martin sabía que,
cuando acabasen con la mitad de la provisión de cervezas que habían comprado y
fumasen un poco de aquello a lo que olían, necesitarían emociones más fuertes
que los siluros que decían que habían venido a pescar. Les dijese lo que les
dijese.
—Por
si todavía os queda alguna duda, chicos, nadie ha vuelto a ver a la bruja después
de aquella noche y, si hablas con alguno de los lugareños que volvieron a
establecerse en el pantano atraídos por la abundancia de langostas, se reirán
en tu cara si les mencionas lo de la leyenda, pero ninguno se ofrecerá a
llevarte hasta el corazón del pantano, donde las aguas cambian de color y se
vuelven más oscuras. Todos se encogerán de hombros mientras te dicen que allí
no se les ha perdido nada.
—Pero
todas esas personas perdidas... —dijo el que parecía más preocupado mientras el
resto se burlaba de su gesto serio.
—Sí,
es cierto, hay bastantes desaparecidos. Pero si tenéis la oportunidad de
preguntar al sheriff por esos casos, se limitará a contar la versión oficial y
te dirá que ese porcentaje no es mayor que el de cualquier otro estado y que es
difícil hacer de ángel de la guarda de todos los tontos que se acercan hasta el
pantano atraídos por esa absurda leyenda. También te dirá que aquellas aguas
son realmente peligrosas y que hace falta conocerlas muy bien para poder
moverse por ellas por la noche. Y si lo invitas a un trago en el local de Mou,
puede que incluso te cuente lo que él piensa, que a veces, los curiosos se
encuentran por casualidad con los alambiques de los lugareños, y que a los de
allí no les gusta que nadie se meta en sus asuntos. Pero nunca te contará lo
que mi amigo de la infancia, el viejo Virgil Hankock, al que tuvimos que
ingresar en el sanatorio mental de Mountreux, dice que vio. Tan solo te
advertirá de que, de una forma u otra, si te pierdes en el manglar lo más
probable será que nadie te encuentre, porque todo el mundo por allí sabe que
hay caimanes de cien años y del tamaño de varios hombres que ya han probado la
carne humana; y esas bestias, créeme, amigo, no dejarán de ti ni un solo hueso
al que poder dar sagrada sepultura.