La sombra se
materializó en la forma de una cabeza que avanzaba con cautela. A juzgar por su
tamaño Pablo se dio cuenta de que el intruso no podía representar un gran
peligro.
Además... ese
color del pelo... Y su forma de llevarlo recogido en dos coletas a los lados...
Cuando el extraño giró su cabeza para otear a ras de suelo, Pablo pudo ver por
fin su perfil, con su chata naricilla. En ese momento respiró de nuevo mientras
comenzaba a incorporarse lentamente.
–¡Sara! –exclamó
Pablo un poco enojado, olvidándose rápidamente del susto que les había dado a
todos–, ¿qué pretendes acosándonos de
esta forma?
La recién llegada
se sobresaltó. Sabía que tras el crujido de la escalera sus opciones de
sorprenderles habían disminuido de forma significativa, pero no era de las que
se rendían fácilmente y había retomado la ascensión confiada en que el ruido
hubiese podido pasar desapercibido.
–Bueno –intentó
recomponerse con dignidad mientras terminaba de subir las escaleras–, como no
contáis conmigo para vuestras cosas de chicos, decidí demostraros que soy capaz
de estar a vuestra altura. Que podéis confiar en mí.
–A ver, Sara, ¿de
qué estás hablando? Pues claro que contamos contigo para cada cosa que hacemos
–dijo Pablo mientras escondía a Flik a su espalda–. Nos dijíste ayer que hoy os
ibais de viaje. Que no volveríais hasta la noche.
–Claro, claro.
Pero el viaje se suspendió porque mi primo tiene apendicitis, y vosotros,
mientras tanto, planeando algo a escondidas.
–No hacemos nada a
escondidas –le dijo Pablo, mientras pensaba que nunca había escondido tantas
cosas como en esta ocasión.
–¿Ah no?, que os
he estado observando todo este tiempo, Pablín –dijo con su tono de reproche–.
Os he visto mientras traíais a Lucas en la carretilla. Por cierto, ¿dónde lo
tenéis encerrado?
–No está
encerrado, está abajo...
–Os he visto, y
vosotros a mí no, mientras jugabais a vuestro tonto juego. Mientras hablabais
entre vosotros dos. Y luego, luego... con esa, esa... –Sara aún no sabía lo que
era– cosa amarilla que tienes escondida a tu espalda.
–Yo no tengo...
Pablo se dio
cuenta de que estaba subestimando a Sara, que miraba más allá del chico, a una
de las ventanas abierta detrás él en donde se reflejaba con todo lujo de
detalles su espalda y también la figura de Flik.
–Pensé que éramos
amigos, Pablo, de los de verdad. De los que no se guardan secretos... –Sara
acompañó la afirmación con un tono lastimero y un comienzo de puchero que sabía
calaría hasta la fibra sensible de Pablo.
Rodrigo y Uno
asomaron medio ojo, desde el quicio de la puerta de la habitación en la que
estaban escondidos, y aguzaron sus oídos.
–Eztamoz peldidoz,
Nuno –le susurró Rodrigo a Uno, al anticipar con meridiana claridad la
estrategia de la niña– Pabo eztá ozezionado con laz chicaz. Ahola ze lo contalá
tolo.
Y como
confirmación de su teoría, alcanzaron a oír un segundo después la voz de Pablo.
–No es nada,
Sara... tan sólo se trata de... de... de una rana amarilla –Pablo había sido
incapaz de resistirse a los pucheros y al tono de víctima de Sara.
Así que nada más
acabar la frase, el niño decidió que había llegado el momento de presentar a
Flik en sociedad. Sin preguntarle a Flik si quería ser presentado. Y cuando lo
hizo, realizó el movimiento de exhibición por sorpresa, tan rápido, y tan cerca
de la cara de Sara, que el asombro podía leerse con claridad en la cara de
ambos, niña y rana interestelar.
Flik se dio cuenta
de que Sara le observaba incrédula, con los ojos desmesuradamente abiertos, una
pizca de desagrado y... ¿acaso era repugnancia aquello que también se adivinaba
en su mirada?
La situación era
tan embarazosa que, para romper el hielo, a Flik no se le ocurrió hacer otra
cosa que lo que supuso haría una rana en su misma situación.
–¡Croá! –croó
suficientemente alto, mientras hinchaba su cuello de forma exagerada, para que
no quedase duda alguna de que era una rana exactamente igual que todas las
demás.
Aquello fue
demasiado para Sara, que con gesto reflejo arreó un soberano manotazo a las
manos de Pablo, sobre las que reposaba Flik ajeno al peligro, para intentar
alejar a aquel bicho de ella.
Los tres chicos y
su amigo robot pudieron ver cómo, y casi a cámara lenta, el batracio amarillo
comenzó a dar vueltas descontroladas por el aire, para desaparecer después de
sus asombrados ojos a través de la única ventana abierta de toda la planta.
–¡Demonios! –dijo
Pablo.
–Yo... yo no
quería –dijo Sara, consciente de que sus posibilidades de ser aceptada como
miembro de pleno derecho de la pandilla disminuían por instantes.
–¡Demonioz!
–alcanzó a decir Rodrigo.
–¡Croá! –croó
lastimeramente Flik, mientras descendía a toda velocidad y sin paracaídas hacia
un suelo que se acercaba demasiado rápido.
Ninguno de los niños se atrevió a asomarse. El silencio casi podía
cortarse de tan espeso como se había vuelto el aire.