miércoles, 5 de diciembre de 2012

LA ESFERA DE MEMORIA


Unos amigos me propusieron escribir el segundo capítulo de la novela que está creando el Proyecto Ilustratura




El primer capítulo está aquí:


Si queréis saber cómo continúa la historia, no dejéis de visitar el blog de Ilustratura el uno de enero, fecha en la que se publicará el tercer capítulo.


LA ESFERA DE MEMORIA


"Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Arthur C. Clarke.

Al final las máquinas nunca fallaban, los errores siempre acababan siendo humanos. Eso era lo que el doctor Stein les repetía una y otra vez: que había que estar alerta tanto a la vigilancia de los internos como a los posibles problemas que pudiesen llegar del exterior.
Para Erik Anderson eso era demasiado vago e impreciso; nadie les decía qué diablos era lo que tenían que temer del exterior. Y respecto a los internos, ¿qué daño podían hacer unos civiles, ingresados como zombis a los que les fallaba la memoria? Aún así, siempre tenía puestos los cinco sentidos cada vez que le tocaba turno de vigilancia. Nunca había sucedido nada.
Hasta este momento.
Según podía ver por las entradas de la tarde, el doctor Stein había ordenado a Madre que subiese el Santuario desde la protección del Nido para realizar unas pruebas conjuntas a los durmientes. Hasta ahí nada de especial. Pero cuando vio que las pequeñas luces que brillaban en el Santuario eran rojas en vez de verdes, maldijo su mala suerte. Inmediatamente tecleó un código para borrar los posibles ecos de señales falsas, mientras rogaba que todo fuese una alucinación o un fallo del sistema, pero las obstinadas luces seguían brillando en el sitio equivocado.
Cuatro, cinco minutos a lo sumo era el tiempo que había pasado desde el cambio de guardia. El tiempo justo en el que había comentado con Robinson la jornada de baloncesto del fin de semana. Los Salamanders no acababan de arrancar y el único culpable de esa debacle era el entrenador. Ahora podían irse a la mierda los Salamanders y el capullo de su entrenador. Tenían un problema de cien pares de cojones y sólo él era el responsable. Pedirían su cabeza. El sudor empapaba el cuello de su camisa. Madre informaba que un tal Sam Sheridan, persona no autorizada y, por si fuese poco, ajeno al MS, estaba en el lugar más equivocado del mundo, en el Santuario. Poco importaba cómo había llegado hasta allí. Era necesario corregir el error de forma inmediata.
Madre había actuado según el protocolo y había activado la alarma silenciosa. Era un tema muy delicado actuar en el Santuario. Sería necesaria la intervención del grupo especializado para la extracción del intruso. La situación no podía demorarse más. Erik gestionó inmediatamente el paso a Código Negro mientras se preguntaba por qué demonios, con la cantidad de horas que tenía el día, había tenido que sucederle aquello precisamente a él.


Al doctor Stein le faltaba el aliento. Sentía que sus pulmones estaban a punto de reventar, pero no podía permitirse desfallecer. Escuchaba el sonido desacompasado de sus pasos mientras corría por los pasillos precedido por dos de sus hombres de seguridad. Código Negro. Un intruso en el Santuario. ¿Cómo había podido llegar a suceder? Sólo los miembros de personal con la más alta autorización podían entrar allí. Sería necesario depurar responsabilidades. El culpable debería ser castigado de forma ejemplar. Un error de ese calibre podría dar al traste con todo. Pero ahora eso podía esperar; lo más importante era acabar con la amenaza.
Al entrar en la sala, Jan ordenó a Madre que la iluminase por completo. Mientras recuperaba el resuello, sus ojos se dirigieron con urgencia al lugar en el que descansaban los durmientes. No parecía que hubiese daños. Miró su tecpad y en la pantalla pudo ver con claridad la señal del hombre justo detrás de la maquinaria en la que estaban encastrados los lechos. Jan avanzó tímidamente mientras sus hombres se desplegaban a ambos lados para rodear al intruso. Tenían que actuar con mucha cautela.
—Señor Sheridan, permítame que le ayude. No se preocupe, no hay ningún problema. No queremos asustarle.
Sam escuchó la voz del doctor Stein agazapado bajo las camas de cristal. Temblaba aterrorizado. La visión de los tres cuerpos dispuestos sobre él lo había sobrecogido de tal forma que le costaba controlar la respiración. Además estaba atrapado. La sala era muy amplia, pero no había sitio donde esconderse y las malditas baldosas revelaban su posición como la luz de un faro en la oscuridad. Asomó la cabeza y pudo ver al doctor junto a dos hombres que intentaban rodearle. Su sexto sentido le decía que no estaba bien lo que sucedía en aquella habitación y la presencia del doctor indicaba que estaba al tanto de todo. Pensó que sería inútil seguir escondido, así que se levantó. La luz que bañaba las mesas le daba el aspecto de una estrella de rock.
—Apártese de las mesas, por favor, señor Sheridan —dijo el doctor al verlo mientras tranquilizaba a sus hombres con un gesto de la mano—. Deje que le ayudemos.
—Yo… Yo no quiero causar problemas, sólo quiero salir de aquí. Les prometo que no diré nada.
—Bien, señor Sheridan. Todo eso está muy bien, pero apártese de las mesas, por favor. No hay ningún problema —insistió el doctor.
Sam estaba muy nervioso. "Todo está bien" y "no hay problema" era justo lo que decían los malos en los cómics que dibujaba, y nunca cumplían su palabra. Y ese tono amistoso no casaba con la actitud de los dos hombres, que continuaban acercándose lentamente hacia él. Sam se dio cuenta de que tenía que haber algo a su alrededor demasiado valioso y delicado como para que no hubiesen optado por una intervención inmediata. Dirigió la vista de nuevo a las mesas. Los tres cuerpos estaban dispuestos como los radios de una rueda, con sus cabezas próximas al centro. Al principio, y debido al resplandor que rodeaba la zona, no había reparado en el fino haz de luz que descendía de la compleja maquinaria del techo hasta una pequeña esfera iridiscente que flotaba a un palmo de los cuerpos, justo en el centro del círculo. El haz atravesaba la esfera y se dividía en tres delicados hilos luminosos que apuntaban a cada una de las cabezas. Era hipnótico ver cómo la esfera cambiaba de color a cada instante. Sam levantó la mano para tocarla.
—¡No toque eso! —gritó el doctor Stein, presa del pánico, y al instante se arrepintió de haberlo hecho. Pero cuando quiso dulcificar el tono de su voz ya era demasiado tarde.


Andrew Wilmore valoró la situación tal y como le habían enseñado a hacerlo desde que había entrado en las fuerzas especiales. "Una persona, un ejército", escuchaba a su voz interior repetir el mantra con el que sus superiores lo habían entrenado, mientras no dejaba de observar al intruso. La voz del doctor había conseguido distraer al hombre y gracias a eso había logrado acercarse por su izquierda. Ahora lo tenía a tiro. El uso de las armas de fuego estaba prohibido dentro del Santuario y por eso las habían regulado solamente para aturdir. Eso sería suficiente para inmovilizar al hombre y acabar con la amenaza. Andrew sabía que a esa distancia era imposible que fallase. Era tal la tensión del momento que, cuando el doctor gritó, sus músculos entrenados para reaccionar en décimas de segundo saltaron como resortes y se movieron con vida propia. Andrew sacó su arma y apretó el gatillo sin pensar, pero no tuvo tiempo para disfrutar del certero disparo. Un instante después cayó al suelo, fulminado. Nunca llegó a saber qué lo había alcanzado.


Para Sam todo sucedió muy rápido. El grito del doctor lo despertó y su mano se cerró en torno a la esfera provocándole un agradable cosquilleo. Por alguna razón había pensado que era metálica, pero tenía un tacto suave y cálido como la piel de un bebé. En ese momento los cuerpos en los lechos de luz suspiraron y sus espaldas se arquearon como si unos hilos invisibles tirasen de ellos hacia arriba. El tiempo pareció detenerse para Sam. En su cabeza comenzaron a dibujarse pequeños retazos de imágenes que creía perdidas. Destellos de un pasado olvidado. La sorpresa no impidió que, en un acto reflejo, levantase la mano para protegerse de la luz que llegaba desde su izquierda. Después se desató el Apocalipsis.


Jan Stein vio cómo Sam se escapaba bañado por las luces anaranjadas de emergencia. La sala estaba devastada. Eso no era lo más importante porque se habían construido otras dos idénticas a esa para prever situaciones de emergencia; lo realmente preocupante era cómo había sucedido todo. Su intención a la hora de detener a Sam había sido la de evitar que el hombre pudiese interferir en el proceso. Jamás habría podido sospechar la reacción del dispositivo a su contacto. La esfera había protegido a Sam y había repelido el ataque, magnificando la intensidad del disparo y destruyendo el delicado equipo de la sala con un pulso de energía que los había atravesado a todos, pero que sólo había abatido a los dos guardias. Quizás porque eran los únicos que suponían una amenaza. El aire olía a ozono y el doctor Stein todavía tenía el vello erizado. Los detectores del suelo se iluminaban aleatoriamente en una alocada danza sin sentido. Madre comenzó a enumerar la interminable lista de fallos en todos los sistemas a los que había afectado la sobrecarga.
El cerebro del doctor comenzó a valorar las pérdidas y a buscar posibles soluciones. Aquel hombre se había llevado la esfera y sin ella no podía continuar con la maduración de los durmientes porque los parámetros necesarios para ello estaban programados en el dispositivo. Quizás podría calibrar otra, pero el riesgo de hacerlo en un proceso que ya estaba en marcha era enorme. Cada esfera podía controlar un número indeterminado de embriones, pero una vez que se vinculaba a ellos era necesario mantener esa relación hasta el final. Era la única llave que encajaba en esas cerraduras.
 Cuando el fallo en los sistemas alcanzó un nivel crítico, Madre declaró con su voz átona el estado de emergencia Prior Uno, por el que se suspendía la actividad de todos los sistemas con el fin de desviar el máximo de energía a los lechos de los durmientes.
La doctora Bradley entró en la sala.
—¡Dios mío! —gritó asustada al ver la magnitud del desastre.
—Dios no tiene nada que ver con esto —respondió Jan Stein con un deje de rabia—. Madre, hiberna a los durmientes, por favor. Sin la esfera de memoria el proceso de aprendizaje se ha interrumpido y la desconexión podría matarlos. Están casi maduros, pero sus cuerpos todavía no saben cómo despertar y no serían capaces de sobrevivir de forma autónoma. ¿Cómo está el Nido? —preguntó el doctor con la vista fija en los cuerpos.
La mujer consultó su tecpad.
—Los niveles inferiores están blindados y han aguantado la descarga. El resto de embriones está bien. Incluso las constantes vitales de los durmientes se han mantenido dentro de unos límites tolerables. Pero hay algo más —continuó la doctora, y su voz denotaba extrañeza—. Control informa de que el pulso de energía también portaba algún tipo de información.
—¿Qué clase de información?
—Algo parecido a un virus se introdujo en el sistema. Madre y Control están tratando de eliminarlo en este momento.
—¡Alto, Madre! ¡Cancela la orden de eliminar! —dijo el doctor con urgencia—. Sea lo que sea, necesito que lo aísles. Es preciso estudiarlo. Podría ser una forma de comunicación…
—Muy bien, doctor Stein —respondió Madre, y el doctor creyó distinguir una pequeña oscilación en el tono de su voz.
—Doctor, ahora mismo estamos ciegos y sordos —continuó la doctora con la vista fija en la pantalla—. Los sistemas de vigilancia no volverán a funcionar con normalidad hasta que Madre controle el virus invasor. Es necesario que dé la orden a Seguridad de perseguir al intruso.
—¡No! —La mirada que le dirigió Jan Stein era dura—. La esfera es demasiado valiosa como para confiar su destino al escaso juicio de más orangutanes armados. —El doctor señaló a los dos hombres tendidos inertes en el suelo—. Si nuestras teorías están en lo cierto, ahora la esfera y ese hombre están conectados por un proceso simbiótico. Aunque no me importe lo que le suceda a Sam, dañar a uno podría significar destruir al otro. Y no podemos permitirnos perder la esfera a estas alturas del proyecto. Sin que ningún tipo de energía la alimente, estoy seguro de que la esfera acabará por apagarse.
—¿Cómo puede haber sucedido esto? En los experimentos nunca alcanzamos a ver nada igual… Se supone que nuestros mejores cerebros habían probado antes esta tecnología.
—Parece ser que Sam ha despertado algo en ese maravilloso dispositivo que, hasta ahora, se nos había pasado por alto. Si le diésemos la herramienta multiusos más sofisticada del universo a un mono —dijo el hombre con la vista perdida en la sala arrasada—, lo más probable sería que jamás fuese capaz de accionar los resortes adecuados para hacer uso de ella. —Jan miró a los ojos de la mujer antes de continuar—. Doctora Allison, tenemos que asumir que sólo somos monos intentando entender la magia que hacen esas máquinas y que ahora han llegado sus ingenieros para reclamarlas. Lo único que nos da un poco de ventaja es que, de momento, todavía no se reconocen como tales.
—¿Y qué vamos a hacer? No podemos rendirnos ahora que estamos tan cerca del objetivo.
—En primer lugar ordene que Madre baje el Santuario hasta el Nido. Después selle el edificio y ordene a todos los hombres que localicen a nuestro invitado, pero que no intenten enfrentarse a él. Más pronto que tarde acabará por rendirse.


Nicole odiaba la forma en la que el gel del tanque de PS se quedaba pegado al pelo. Después de la terapia de inmersión, cuyo fin era anular los sentidos de los pacientes para aislarlos y hacerlos más receptivos al tratamiento, la mujer se había duchado dos veces, pero todavía sentía que el olor, demasiado dulce, impregnaba cada poro de su piel.
En ese momento los doctores dieron por concluida la última reunión del día, en la que les habían hablado de progresos en forma de cifras y porcentajes. Todavía estaban ocupados discutiendo las lecturas de la función sináptica del cerebro de Caroline, pero eso ya no iba con ella, así que se levantó dispuesta a abandonar la sala.
De repente las luces temblaron durante un instante y todos los doctores prestaron atención a sus tecpads. Nicole no podía saber qué era lo que pasaba pero, a juzgar por los cambios en sus rostros, debía de ser importante.
Randolph Tallard, el doctor de mayor rango entre los presentes, se dirigió a ellos con urgencia y cierto nerviosismo:
—Nicole, Robert, hay un problema con el sistema de alimentación de energía del edificio. Es muy importante que vayáis a vuestras habitaciones y permanezcáis en ellas hasta nuevo aviso. Helen —le dijo a una de las enfermeras—, acompaña a Caroline a la suya, por favor.
Era la primera vez que sucedía algo parecido. Nicole reparó en que las baldosas bajo sus pies no estaban iluminadas con el típico color verde.
Los doctores se fueron con rapidez y les dejaron solos. Nicole no estaba dispuesta a darle más importancia al asunto de la que tenía y se disponía a dirigirse a su habitación cuando Robert la interceptó.
—¿Podemos hablar? —le preguntó mientras miraba nerviosamente a uno y otro lado.
Nicole se sobresaltó. Desde que le conocía nunca había sido él quien había iniciado una conversación. Al principio había clasificado a Robert como a una persona derrotada por los primeros síntomas de la enfermedad. Un hombre sin esperanza. Poco tiempo después, cuando conoció sus circunstancias personales, cambió el concepto que tenía de él. De hecho, Nicole había luchado, en más de una ocasión, con su carácter de mujer introvertida para intentar acercamientos un poco más personales, pero casi siempre habían acabado de la misma forma: con alguna educada disculpa por parte del hombre.
—Por supuesto, Robert.
—Aquí no. Vayamos a otro sitio, por favor. A tu habitación, si no te parece mal. —Y la tomó del brazo de una forma un poco brusca.
Robert era una persona atractiva, y a Nicole en algún momento de su pasado le habían gustado ese tipo de hombres que tenían esa iniciativa de la que ella carecía, pero no eran ni el lugar ni el momento adecuados.
—Está bien, Robert, pero intenta tranquilizarte o cualquiera que nos vea puede llegar a pensar que algo no va bien.
El hombre la soltó en cuanto se dio cuenta de que apretaba con demasiada fuerza el brazo de la chica.
—Disculpa. No quiero hacerte daño, tan sólo necesito hablar. Estoy un poco nervioso.
La mujer se encaminó hacia su habitación. El pasillo estaba desierto y parecía que el fallo de energía afectaba a casi todos los sistemas pero, aun así, el hombre la siguió a unos pasos de distancia para que no diese la impresión de que tenían el mismo destino. Cuando llegaron a la habitación, y debido a la falta de energía, Nicole se vio obligada a accionar la apertura manual de la puerta. Una vez dentro, invitó al hombre a sentarse con un gesto de la mano. Él tomó la silla y se acercó a la mujer hasta que casi no quedó distancia entre sus caras.
—Sé que no estás muy contenta con nuestra situación aquí dentro y que te haces muchas preguntas. Desde nuestra última conversación, yo también he empezado a cuestionarme ciertas cosas —le dijo sin rodeos.
Nicole no esperaba algo así. Por un instante había pasado por su cabeza la idea de que Robert quisiera hablar con ella de algo personal, quizás algo íntimo. Pero el comienzo de la conversación hizo que descartase la idea. La mujer se echó hacia atrás en la silla. Nunca le había dado la sensación de que Robert dudase del tratamiento.
—¿En qué sentido? Es decir..., no te entiendo. Tú decías que ibas recuperando tus recuerdos poco a poco.
—No, Nicole. Ahora me doy cuenta de que lo que voy recuperando es la imagen de un recuerdo que les di. Les dijimos qué era lo que queríamos implantar. Les dimos la combinación de la caja de seguridad de nuestra mente y eso nos dejó sin protección. Estamos satisfechos porque aquello que les pedimos va fijándose poco a poco junto a otras cosas. Pero ¿cómo podemos estar seguros de que esas otras cosas son nuestras de verdad? Conocen nuestra vida. Nunca antes en la historia de la humanidad hubo tantos datos de cada uno de nosotros en la web a los que poder acceder con facilidad. Es muy fácil acertar en las cosas más importantes, pero los detalles...
—¿Por qué has cambiado de opinión, Robert?
—Porque antes quería creer. Necesitaba hacerlo. Ahora, sin embargo, todo me parece insuficiente. ¿Crees que merece la pena todo lo que estamos soportando sólo para conseguir que se fije uno de nuestros recuerdos?
—Sabíamos que no iba a ser fácil. Los tratamientos de muchas enfermedades conllevan sufrimiento.
Robert continuó con su teoría:
—Apenas soy capaz de descansar por las noches y, cuando logro conciliar el sueño, no tardo en despertarme sobresaltado. Me falta la respiración y en mi retina permanecen desdibujadas las sombras de cosas terribles, como escondidas detrás de un velo, y no soy capaz de verlas aunque me esfuerce. Sé que no es fruto de mi imaginación, Nicole. Y no creo que se trate del Maugé. Los recuerdos que se lleva la enfermedad desaparecen, estos sé que están ahí, pero no puedo verlos.
—A mí me sucede lo mismo, pero ya nos advirtieron al principio que podrían darse esos efectos secundarios —argumentó Nicole.
—¡Qué curioso! Ayer era yo quien defendía la terapia y tú la que cuestionabas el sistema… ¿Te has planteado alguna vez si serías capaz de sobrevivir fuera de esta burbuja, sin sus pastillas y sus terapias?
—Más veces de las que quisiera. Pero fue el Sistema de Salud el que nos recomendó este centro. No me queda más remedio que confiar en que estén haciendo lo mejor para mí. ¿Qué alternativa tenemos?
—El Sistema de Salud se lava las manos. Estoy convencido de que se han deshecho de nosotros del mismo modo que hace cuatrocientos años lo hicieron con los leprosos.
—¿Y por qué alguien querría hacer eso?
Esa parecía la pregunta que el hombre estaba esperando.
—Porque somos la primera oleada de algo que amenaza a la humanidad y que todavía está en su fase inicial, pero que crece y se extiende de forma imparable. Nuestra enfermedad es muy incómoda. ¿Te imaginas? Casos sobreseídos porque el síndrome de Maugé impide al asesino recordar por qué mató a la víctima, al abogado defensor y al fiscal qué era lo que estaban haciendo en la sala o al juez los cargos por los que se juzgaba al reo… —Robert sonrió, y su sonrisa era la de un hombre desquiciado—. Estoy convencido de que aquí hacen algo más con nosotros, algo que no nos dirán nunca y de lo que quizás el mundo nunca llegue a saber nada. La historia está llena de casos como estos. Quizás nos estén utilizando para experimentar nuevas drogas, quizás decidan encerrarnos en miles de edificios inteligentes como éste para impedir que volvamos a ver la luz del día…
Nicole pensó que quizás Robert tuviese algún otro problema además de la pérdida de memoria. En ese momento reparó en que en los ojos del hombre brillaba una chispa de algo que no le gustaba demasiado. Una cosa era cuestionarse la forma de llevar la terapia y otra muy diferente era ver extrañas conspiraciones en la sombra. El aislamiento y la falta de comunicación estaban haciendo mella en cada uno, cambiando el carácter de día en día y acabando con las resistencias mentales de todos.
—Creo que es necesario darle un poco más de tiempo al tratamiento. No tenemos nada que perder. Ya estábamos enfermos antes de entrar aquí. Además, me imagino que no a todo el mundo le funcionará de la misma forma, y habrá días mejores y días peores.
—No lo sé. —El hombre enterró la cara entre sus manos. Parecía estar a punto de llorar—. Lo que están introduciendo en mi cabeza no es lo que perdí. No sé lo que es, pero sé lo que no es.
—Explícate, Robert. ¿Cómo puedes saber que no es lo que perdiste si apenas recuerdas lo que era?
El hombre levantó su cabeza y miró directamente a los ojos de Nicole.
—Porque las imágenes se parecen a lo que había. Puedo ver a mi hijo y a mi mujer con él, llorando de emoción. Y quizás todo sea incluso más nítido que antes. Si cierro los ojos, soy capaz de volver al pasado, y eso es mucho mejor que lo que tenía. Pero falta algo. Lo más importante. No está lo que sentía aquí —y se llevó la mano derecha al corazón—. Todo es un sucedáneo. No pueden recuperar nuestros recuerdos. Tan sólo fabrican algo que nos implantan con los datos que les damos y los que obtienen de nosotros en la web, en sus terapias de inmersión, con sus drogas y sus luces... Y me desespera, porque ahora mismo esos recuerdos son lo único que me ata a este mundo.
Nicole se asustó. Los ojos del hombre no mentían y corroboraban lo que decía. Nunca antes había tenido que vérselas con alguien tan desesperado como para importarle tan poco su vida. La mujer buscó la mano del hombre con la suya. Todo el mundo necesitaba un poco más de calor humano.
—Robert, creo que debes tranquilizarte. ¿Has hablado con el doctor Stein de todo lo que me estás contando?
Robert se echó hacia atrás. Ahora su mirada era la de un hombre derrotado. Cuando habló, lo hizo con voz cansada.
—Es gracioso. Quizás lo haya hecho, pero no puedo recordarlo. —Robert se dio cuenta de que sus argumentos no hacían mella en Nicole—. De todas formas tienes razón. Creo que me estoy comportando como un tonto. Seguramente es sólo cuestión de tiempo. —Se levantó de la silla —. Perdona que te haya molestado. Lo mejor será que me vaya.
Ahora Robert volvía a ser el mismo hombre melancólico que Nicole conocía. A pesar de que no había elegido un tema agradable para acercarse a ella, para Nicole aquella conversación había sido un soplo de aire fresco entre tanto aislamiento, entre tanta incomunicación. Había algo en lo que se identificaba completamente con él, y no se trataba sólo del hecho de padecer el maldito síndrome de Maugé. Había la misma clase de química que su sexto sentido sentía por Caroline, aunque su mutismo la situaba mucho más lejos de ella. Robert había desnudado su alma y ella deseaba poder hacer lo mismo, así que se levantó e intentó detenerlo para prolongar el momento, pero el hombre abrió la puerta y salió al pasillo sin despedirse.
—Bueno, por algo se empieza, Robert —murmuró Nicole, segura de que tendría más oportunidades para conversar con él ahora que se había decidido a romper el hielo. Después comenzó a prepararse para la cena.

Sam se detuvo en el recodo de un pasillo a tomar aire. Estaba agotado y totalmente perdido. La rapidez con la que había huido de la sala y la escasa luz con la que las luces de emergencia iluminaban los pasillos le habían llevado a ninguna parte. Su sentido de la orientación nunca había sido muy bueno, pero podría jurar que a medida que avanzaba se internaba más en el corazón del edificio. Sostuvo la esfera ante sus ojos. No parecía algo fabricado por el hombre. Seguía siendo hermosa, pero su fulgor se estaba apagando y el efecto que había producido dentro de su cabeza también. Sam sentía como poco a poco la niebla volvía a adueñarse de su cerebro. Necesitaba salir al exterior y contarle a todo el mundo lo que estaba sucediendo. Tenía que pedir ayuda. En ese instante recordó que llevaba su pequeño InCom modificado que servía para enviar y recibir mensajes. Ésa podría ser la solución. Enviaría un mensaje para que viniesen a buscarle. Si alguien más sabía que estaba allí, quizás no se atreviesen a hacerle daño. Si no fuese tan testarudo y hubiese aparcado hace tiempo su cruzada contra los avances tecnológicos, ahora mismo tendría en su mano un dispositivo de última generación con el que hubiese podido hacer fotos y video de aquellos cuerpos. Comenzó a teclear. No podía arriesgarse a dictar el mensaje y que le oyesen. Cuando llegó el momento de enviarlo, rebuscó en su agenda de contactos para ver quién sería la persona más adecuada. El InCom funcionaba como un buzón de correo y se aprovechaba de las corrientes de comunicación para que los mensajes navegasen hasta su destino a destinatarios que previamente habían aceptado tu conexión. La ventaja era el coste, toda comunicación a través de los InCom modificados era gratuita, y las compañías de telecomunicaciones no podían hacer nada para erradicarlo sin acabar con su mismo negocio. El último de la lista era Zach. Sam lo pensó durante un segundo y decidió que la mejor de las opciones sería enviárselo a él. Una vez que su dedo apretó el botón de enviar, se sintió aliviado. Estaba hecho. Si no veía una oportunidad clara de poder salir de aquel embrollo, esperaría a que llegase la caballería. En ese momento sintió una vibración. El InCom le avisaba de algo. Sam miró el dispositivo, que le decía que no había podido enviar el mensaje porque no había conexión con la red. Aquellos cabrones debían de tener una barrera de protección en torno al edificio.
Sam creyó oír voces que provenían de aquella parte del pasillo que había dejado atrás, así que decidió seguir adelante. Un minuto después se vio obligado a detener su carrera. Había llegado a un callejón sin salida. No podía regresar sobre sus pasos y si se quedaba allí le atraparían. Frente a él podía ver los huecos de dos ascensores. Pulsó los botones de llamada y, tal y como suponía, no funcionaban. Pensó que si había ascensores, también tendría que haber escaleras de emergencia y no tardó en encontrarlas. Con el mayor sigilo posible, el hombre se asomó al hueco de la escalera. Creyó adivinar sombras que se movían varios niveles más abajo, en lo que imaginaba que eran los sótanos. Sin pensar mucho en ello, comenzó a subir las escaleras hasta llegar al siguiente piso. Las letras de la pared anunciaban que allí residían los pacientes. Dejaría que fuese la suerte quien lo guiase de nuevo.
Sam salió con cuidado al pasillo. A esa planta no había llegado todavía la locura que se había desatado abajo, pero comprobó aliviado que el sistema de detección térmica seguía sin funcionar. Mientras caminaba por los desiertos pasillos, se abrió una puerta a su derecha. Una hermosa mujer lo miró con ojos desorbitados. Sam no se lo pensó dos veces y entró obligando a la mujer a hacer lo mismo. Después cerró la puerta tras él.
Ella retrocedió un par de pasos. Parecía asustada.
—¿Quién es usted? —le preguntó mientras no dejaba de mirar sus ropas de calle—. No es un interno. Tampoco uno de los doctores. ¿Qué hace aquí?
—Shhhh. Se lo puedo explicar todo. No… No voy a hacerle daño. Escuche... Nicole, mi nombre es Sam Sheridan y acabo de ser testigo de algo increíble —le dijo después de leer el nombre el la etiqueta que había en su pecho—. Le puedo asegurar que en este hospital están sucediendo cosas muy extrañas. Tengo que salir de aquí para contarle al mundo lo que he visto.
La brusca aparición del hombre la había asustado. Nicole no estaba segura de que pudiese llegar a accionar la señal de alarma y tampoco sabía si con el problema de energía funcionaría, así que consideró que su mejor opción sería la de seguir la corriente al intruso, que parecía muy agitado.
—Nada más llegar nos dicen que la única salida es la entrada principal —respondió a la defensiva y con la respiración entrecortada—, y aquí no hay ventanas, sólo son paneles de HLScreen. Dicen que es por nuestra propia seguridad, para evitar que podamos hacernos daño durante una crisis.
—Entiendo. No se preocupe, yo mismo buscaré la salida. Ahora he de irme. Me siguen de cerca y no quiero causarle ningún problema. Pero antes he de pedirle un favor. —Sam extendió la mano con el InCom y Nicole retrocedió de forma instintiva—. No se asuste. Sólo necesito que envíe este mensaje por mí —y el hombre manejó el dispositivo para añadir el nombre de Nicole al primer texto—. Aquí dentro tienen la señal bloqueada. Alguien vendrá y preguntará por mí. Cuando llegue ese momento, usted sólo tiene que contarle lo sucedido hoy y darle este diario.
Nicole tomó las dos cosas con la intención de no contrariar al hombre, pero al tocar su mano algo dentro de ella se despertó. Una sensación de paz y de confianza como no recordaba haber sentido nunca la embargó por completo. El hombre le había dicho la verdad y estaba en peligro.
Sam se dio cuenta de que la pequeña esfera comenzaba a palpitar con debilidad en su mano. Estaba muy cansado. Allí se sentía a salvo, pero estaba seguro de que era una sensación engañosa. Tenía que huir. El hombre se obligó a regañadientes a separarse de Nicole. Después asomó la cabeza al pasillo, miró a uno y otro lado y desapareció.
La mujer contempló lo que le había dejado Sam y comenzó a ojear el diario, cuyas hojas estaban cubiertas por una densa escritura.


Día 7. Viernes. Siete de noviembre, 2025

Algo muy raro me ha pasado esta mañana. Estaba paseando por el bulevar de la colmena, a la sombra de los árboles CoDos, cuando reparé en unos operarios que estaban manejando el depósito de carbono de uno de ellos. Quizás la paranoia sea un efecto colateral de lo que me está sucediendo, pero sé que sólo personal muy cualificado puede manipular y transferir los depósitos de contaminante, y la torpeza con la que lo hacían llamó mi atención e hizo que me fijase en ellos con más detenimiento. Entonces fue cuando la mirada del hombre se cruzó con la mía. Una sensación de peligro que no puedo explicar se adueñó de mi cuerpo. A pesar de las lagunas en mi memoria, estoy seguro de que he visto esa cara en algún sitio.
Llevo todo el día devanándome los sesos para saber dónde podía haber visto a ese hombre. Y al final su cara apareció. Estaba en la viñeta inacabada que me encontré sobre mi mesa de trabajo, sólo que ahí no era un operario. Sigo sin saber qué significan las palabras que apunté con urgencia alrededor del dibujo, pero creo que intentaba advertirme de algo.


Una hoja se cayó al suelo. Cuando la desdobló, la mujer casi la dejó caer de nuevo. Lo que Sam había dibujado le recordó algo que había permanecido oculto hasta ese momento. Los símbolos de aquellas máquinas, las caras de aquellos seres dormidos. Sam era muy bueno dibujando. Todo era tan real... Nicole recordó las palabras de Robert. Pesadillas que se repetían una y otra vez y que el doctor Stein le decía que eran tan sólo efectos secundarios del tratamiento. Volvió a doblar la hoja y las imágenes se fueron. En ese momento sonó la música con la que el sistema domótico la avisaba de un mensaje entrante. Al parecer esa noche se había suspendido la cena en el comedor porque todavía no se había podido solucionar el fallo en el sistema de energía. Uno de los enfermeros le acercaría algo de comer hasta la habitación. Además, se rogaba a los internos que permaneciesen en sus habitaciones por motivos de seguridad. Ni una sola palabra acerca del intruso. A Nicole le pareció que estaban intentando ocultar algo. En el Memory estaban sucediendo cosas muy extrañas, cosas que quizás fuese mejor que alguien de afuera conociese. Nicole contempló el InCom de Sam, era un modelo muy básico. No podía haber nada malo en enviar aquel mensaje al exterior…
Se le ocurrió una idea.
Lo primero que hizo fue esconder el diario en el falso techo de la habitación. Después programó el InCom para que emitiese el mensaje cada cinco minutos, lo envolvió con la ropa sucia y arrojó el paquete por el tobogán que desembocaba en algún lugar de las entrañas del edificio. La ropa se lavaba fuera y, a juzgar por los horarios de recogida, el InComsaldría del edificio esa misma tarde. Lo que había sentido por Sam en el instante en el que sus manos se habían rozado la había empujado a dar un paso al frente. Algún tipo de vínculo había hecho que sufriese el mismo miedo del hombre, la misma angustia por el acoso al que estaba siendo sometido. Nicole se sentía en la obligación de ayudarlo, porque era como si ella misma estuviese en peligro. Estaba cansada de quedarse de brazos cruzados mientras todo a su alrededor se desmoronaba. Seguramente mañana no se acordaría de nada y esa sería su mejor coartada en el caso de que algo saliese mal.
Sam estaba agotado. La esfera en su mano era un peso frío y casi inerte. A su cabeza habían vuelto las dudas y los temores. ¿Había bajado unas escaleras? No podía recordarlo. No tenía fuerzas para más. Lo mejor sería recostarse y descansar un rato. Después buscaría la salida. Sus ojos se cerraron casi al instante.


Una hora más tarde Jan Stein recibió el mensaje de que los durmientes habían sido trasladados al nuevo Santuario y, lo que era aún más importante, que Madre había retomado el control del edificio. Había algo que todavía no acababa de encajar, y es que cuando le preguntaba a Madre acerca del virus, ésta negaba los primeros informes y decía que todo se debía a un eco que ya había desaparecido. Pero como Control tampoco encontraba rastro alguno del virus, todos tuvieron que asumir que podría haber sido un error.
El doctor y Allison Bradley contemplaban al hombre que había puesto en peligro toda la operación. Detrás de ellos los miembros del cuerpo de seguridad aguardaban sus órdenes. Sam estaba tendido en el suelo, acurrucado e inconsciente. Tal y como había supuesto el doctor, en el momento en el que se había reestablecido la vigilancia lo habían encontrado. Estaba escondido en uno de los pasillos de mantenimiento, muy cerca de la entrada. La esfera reposaba en la palma de su mano, iluminada por un brillo residual.
—¿Qué es lo que le ha sucedido, doctor?
—No lo sé. Puede que no estuviese preparado para recibir tal caudal de información. El hombre presenta evidentes síntomas de deshidratación —afirmó tras observar las lecturas del escáner portátil—. Nada que no pueda solucionar con un periodo prolongado de terapia de inmersión, una vez que lo internemos como un paciente más. Traslade la esfera a la sala de los durmientes y realice las pruebas oportunas antes de volver a reinsertarla. Es necesario retomar el proceso de maduración en el punto en el que lo habíamos dejado. Excepto en el caso de Robert. Los últimos análisis que Madre ha hecho sobre él dicen que se ha vuelto demasiado… inestable. No podemos correr más riesgos. Su huésped está casi preparado para recibirlo, así que he decidido acelerar el proceso. Comience los preparativos para la transferencia.
—Así lo haré, doctor Stein.
El doctor se alejó por el pasillo. Necesitaba descansar. Desde la distancia podía escuchar a la mujer impartiendo órdenes al resto del equipo.


Aquella noche Nicole volvió a soñar con los monstruos. Los cuerpos de aquellas figuras descansaban en lechos transparentes mientras unos cables llevaban fluidos y energía hasta sus pechos y sus cerebros. Caminaba en penumbra alrededor de los cuerpos y, a pesar de que no quería hacerlo, el sueño la obligó a acercarse hasta uno de aquellos rostros.
Era como contemplar el estudio de anatomía de una especie que no fuese del todo humana.
De repente, el rostro que estaba más cerca de su cara abrió los ojos y la miró. ¡Y era ella misma!
En el sueño, Nicole comenzó a caminar hacia atrás, alejándose de la figura que se incorporaba de su lecho, pero lo hacía demasiado lentamente, como si flotase en aceite. Hasta que algo le impidió continuar huyendo. En ese momento Nicole reparó aterrorizada en que su cuerpo estaba unido a la figura que se acercaba por los mismos cables que había visto al principio. El ser se estaba alimentando de ella. Quiso gritar, pero no pudo.
Entonces despertó y ordenó al sistema domótico que encendiese la luz. Su cuerpo estaba bañado en sudor. Intentó recordar qué era lo que le había llevado hasta ese estado, pero no pudo. Tomó una de las pastillas azules que estaban sobre la mesita, junto al vaso de agua, y se tumbó a la espera de un sueño que no tardaría en regresar.
Esta vez no apagó la luz.


Nicole acudió, como cada mañana, al comedor común. Tomó una bandeja y se sirvió un café. Avanzó unos pasos en la cola y cogió unas galletas que colocó al lado de la taza. Después buscó a Robert con la mirada pero no lo vio, así que se sentó junto a Caroline.
—Hola, Caroline. ¿Cómo te va? —le preguntó por educación, y sin esperar una respuesta que no llegaría, mientras seguía buscando a Robert.
Desde que se había despertado esa mañana, sólo tenía una idea en la cabeza: hablar con él de lo que había sucedido la noche anterior en su habitación, después de que la hubiese dejado sola.
La mujer vio a la doctora Bradley acercarse a la mesa.
—Buenos días, Caroline. Hola, Nicole. ¿Qué tal estáis hoy?
"¿Cómo voy a estar si mañana probablemente no recuerde quién soy?", pensó Nicole.
—Bien, muy bien. Mejor cada día que pasa, doctora Bradley —contestó.
—Excelente. Me gustaría presentaros a dos nuevos compañeros. —La doctora se volvió e hizo un gesto con la mano para que se acercasen—. Se trata de Elizabeth Perkins y de Samuel Sheridan. —Y los dos se sentaron a la mesa.
La doctora mencionó su nombre mientras la presentaba a los nuevos, pero Nicole no la escuchaba. No podía creer lo que veía. Se trataba de la misma persona que el día anterior había entrado en su habitación por la fuerza.
Sam la saludó como si no la conociese y comenzó a hacer preguntas sobre la forma en la que se llevaban las cosas en el hospital. La doctora se sentó con ellos a la mesa y les comentó que al llegar siempre comenzaba un periodo de adaptación en el que les prepararían para las pruebas que les harían los próximos días. Nicole no le quitaba a Sam la vista de encima. En cualquier momento esperaba un gesto de complicidad por parte de aquel hombre. Pero las conversaciones versaron sobre temas banales hasta que llegó el momento en el que tuvieron que abandonar la sala para prepararse para la terapia. Si estaba disimulando, era muy bueno.
Mientras caminaban hacia la sala de terapia, Nicole tomó a Sam del brazo. El hombre se giró y la miró a los ojos. La doctora Bradley seguía caminando y hablando con Elizabeth.
—Creo que he sido capaz de enviar el mensaje —comentó Nicole.
Los ojos del hombre mostraron verdadera extrañeza. No fingía.
—Lo siento, Nicole. No sé de qué mensaje me estás hablando.
—Oye, no me vengas con cuentos. ¿No recuerdas lo de ayer por la noche, cuando me secuestraste en mi habitación?
Más desconcierto. En ese momento la doctora volvió por ellos.
—Disculpad la interrupción, pero los nuevos tienen que acompañarme. Además, vosotros dos tenéis que ir a la sesión de terapia.
Nicole soltó el brazo de Sam y, mientras veía alejarse a las tres personas, se dio cuenta de que se quedaba sola con Caroline y con un enfermero que la ayudaba a caminar.
—¡Doctora! —gritó.
Allison Bradley se volvió.
—¿Sí, Nicole?
—¿Dónde está Robert?
—Esta noche Robert ha sufrido un rechazo a la medicación. No te preocupes, no es importante, pero preferimos mantenerlo aislado y en observación durante un tiempo.
Nicole se quedó desconcertada. Se sentía un poco culpable. Lo cierto era que Robert había demostrado una alteración fuera de lo normal. Por la noche no había parecido la misma persona que Nicole conocía. Quizás si hubiese alertado a los doctores en aquel entonces, habría podido evitar su crisis.
La mujer se quedó desamparada. Necesitaba hablar con Sam. Sin la compañía de los nuevos, a los que los doctores llevaban de un sitio para otro para enseñarles las instalaciones y decirles en qué consistía el tratamiento… El día para ella transcurrió con la misma monótona normalidad de cualquier otro en el Memory Shelter.


El cuerpo de Robert reposaba sobre la mesa. En su rostro se reflejaba la tranquilidad de alguien que dormía profundamente. Una situación que hubiese cambiado de poder ver quién era su compañero de habitación. A pesar de que la sala estaba en penumbra, tan sólo iluminada por las pequeñas luces de los diales y los indicadores de la maquinaria, la piel del durmiente brillaba con una pulsante luminosidad que se hacía más intensa a medida que pasaba el tiempo.
El doctor Stein se había arriesgado más de lo que hubiese deseado al acelerar el proceso de transferencia de Robert, pero el informe de Madre no le había dejado otra opción.
Además, habían conseguido que Sam olvidase todo lo que había sucedido tras su llegada al Memory Shelter. De igual forma que se podía entrar en la cabeza de un paciente y fijar un recuerdo, también se podía suprimir un periodo de tiempo. El poder de la esfera no dejaba de sorprenderlo. Aún tenía mucho que aprender. La reacción de la esfera al contacto con Sam había dejado claro que todavía estaba muy lejos de poder controlarlas…
La temperatura del durmiente volvió a subir. El doctor ordenó a Madre que redujese la presión para evitar que eso pudiera poner en peligro el proceso.


—Zacharías Sheridan Rodrigues. —El hombre pronunció su nombre al micro mientras colocaba la palma de la mano en el lector.
La puerta de su apartamento se abrió con un clic metálico. Las luces se encendieron automáticamente y temblaron durante un instante antes de estabilizarse, y la voz carente de emoción de Ariadna flotó con suavidad hasta sus oídos.
—Buenas noches, Zacharías. Nivel de energía al tres por ciento. No hay mensajes nuevos.
A Zach le gustaba pensar en Ariadna como una persona. Y no era muy difícil. Ariadna era un modelo básico y no tenía cuerpo, pero la inteligencia artificial que la animaba hacía que se enfrascase en conversaciones mucho más inteligentes que las que había mantenido con muchas personas. Zach ni siquiera podía imaginarse de qué podían llegar a ser capaces modelos más complejos. Cada vez se fabricaban elementos de compañía más sofisticados, porque la sociedad necesitaba productos que fuesen capaces de cubrir el importante vacío que había creado la falta de contacto físico entre las personas.
Milú se acercó desde la cocina.
—Hola, Zach —le saludó el pequeño perro y, sin previo aviso, comenzó a cantar—: "Strangers in the night, exchanging glances, wond'ring in the night, what were the chances…"
—Hola, hummmm… Julio Iglesias. No, no, espera un poco —continuó divertido—. Esta vez me lo está poniendo usted muy difícil, señor Sinatra.
El pequeño perro mecánico emitió una risa jovial. Zach y él jugaban siempre a adivinar qué voz, de entre los cientos con los que lo había programado, había elegido para hablar.
Milú había sido un dinero bien invertido. Zach no se imaginaba su vida sin él. Eran muchas las ventajas de los perros mecánicos: duraban más que los de carne y hueso, no había que sacarlos a pasear y no necesitaban comer con una regularidad que Zach no podía permitirse por motivos de su trabajo. Un investigador no tenía los horarios de un operario de fábrica. Milú se echó en el suelo de madera artificial y Zach se agachó para rascar su barriga.
Las luces temblaron de nuevo.
Zach sacó de su bandolera el escuche de duraluminium y extrajo la pila de fusión recargable. Después la conectó al sistema y aguardó a que la voz de Ariadna le confirmase que todo estaba bien.
—Nivel de energía al noventa y cinco por ciento.
El hombre masculló algo por lo bajo. La próxima vez que le dejase a Wang una pila para recargar le diría que intentase estafar a alguien diferente de vez en cuando.
Zach estaba cansado. El día había sido muy largo. Abrió la nevera y sacó un sándwich vegetal. Milú le esperaba en el sofá. Zach se sentó junto a él y el perro apoyó la cabeza en su regazo para simular que se dormía. Ariadna conectó la pantalla y proyectó la programación del día, después esperó a que Zach le dijese cuál de los canales deseaba ver. Pero el hombre no dijo nada. Miraba la pantalla sin verla mientras su cabeza intentaba unir las piezas del rompecabezas. Su instinto le decía que esta vez podía estar detrás de algo muy gordo.
Un asunto en lo que también estaba metido Sam.
Como su hermano mayor, todavía se sentía en la obligación de protegerle, algo que ni él ni su madre habían podido hacer en el pasado, cuando el pequeño Sam había llegado a su familia procedente de un hogar de acogida. En aquel entonces, sus padres le preguntaron a Zach si le importaría tener un hermano distinto, con la piel más oscura, y a él le pareció divertido. Fueron los momentos más felices de su infancia. Pero nada duraba eternamente, y menos la felicidad, y no pasó mucho tiempo hasta que una cruel enfermedad se llevó a su padre. Con él se fueron también los momentos felices. Su familia quedó destrozada. En ese momento de debilidad, y con dos niños pequeños a su cargo, su madre había intentado llenar el tremendo vacío que había dejado su esposo con otra persona. Tenía todo el derecho del mundo a pretender que regresase aquella hermosa vida que una vez había conocido para ella y los suyos. Pero se equivocó de hombre. Unos meses después, cada uno de los miembros de la familia comenzó a sufrir en sus carnes los arranques de ira de su padrastro, especialmente Sam. Ni su madre, que era demasiado débil, ni Zach, que era casi un niño, habían podido hacer nada por evitarlo. Hasta que por fortuna el hombre los abandonó. Zach siempre se había sentido un poco culpable por no haber podido defender a su hermano pequeño.
Hacía unos días que Sam le había enviado un mensaje a través del InCom y le había citado en el local de Earl. A Zach no le gustaba demasiado ese tugurio, pero por lo menos no servían cerveza sintética. Sam estaba bastante desmejorado, pero Zach no se atrevió a mencionarlo. Los dos se limitaron a charlar animadamente sobre los viejos tiempos, sentados frente a unas pintas, hasta que Sam le dijo por qué le había enviado el mensaje.
—Me han diagnosticado algo conocido como síndrome de Maugé. Mañana iré a que me hagan más pruebas a un lugar que se llama Memory Shelter. —Los ojos de Sam se llenaron de agua—. Zach, no soy capaz de recordar qué hice ayer. Necesito escribir todo lo que hago en un diario que siempre llevo encima.
Zach le preguntó en qué consistía la enfermedad y Sam utilizó las mismas palabras que había empleado el médico que lo había tratado en el Sistema de Salud.
A partir de ese punto la conversación se volvió bastante embarazosa. Zach no quería preguntar en exceso y Sam intentaba no dar lástima. Ambos comenzaron a hablar con el mismo cuidado con el que caminarían por un campo minado. A última hora Zach intentó obtener la promesa de su hermano de que le llamaría cuando supiese algo más.
—Descuida, hermano mayor. Y no te preocupes demasiado por mí, que también saldré de esta —le dijo con una sonrisa forzada. Después se despidió y se fue.
Por eso Zach se sorprendió cuando la noche anterior, al llegar a su apartamento, Ariadna le informó de que había un nuevo mensaje de Sam. El corazón le dio un vuelco cuando lo leyó.
"Zach, te necesito. En Memory Shelter está pasando algo. Tengo miedo. Habla con Nicole. Tiene el diario".
No podía dejar a su hermano menor solo de nuevo, le necesitaba. Sam no tenía a nadie más. Esta vez no podía fallarle.
Y eso fue lo que le había llevado esa misma mañana a investigar un poco más acerca de la institución.
—Ariadna, ¿qué es lo que se sabe sobre el síndrome de Maugé?
—Poco más que una pequeña entrada en la web. Cuando el biólogo suizo Christopher Maugé descubrió sus primeros síntomas, se creó la fundación Memory Shelter, que a partir de ese momento se encargó de la investigación de las causas y el tratamiento de los afectados.
—¿Y quién está detrás de la fundación?
—No hay datos al respecto. Acerca de ese punto sólo circulan rumores,  el que más seguidores tiene es el que atribuye su creación a un excéntrico millonario cuyo hijo estaría empezando a sufrir los primeros síntomas del síndrome.
—Ya. Me imagino que esos serán los mismos que dicen haber visto a Elvis y Mick Jagger cantando juntos Jingle Bells en la plaza del ayuntamiento las pasadas Navidades.
Ariadna estaba programada para reconocer las ironías y emitió algo parecido a una risa.
Después de eso, Zach, decidió que sería muy interesante conocer también toda la porquería que no estaba a la vista. Aquello que estuviese oculto o estuviesen intentando encubrir. Todo el mundo tenía un armario lleno de cadáveres, y todavía más las grandes instituciones; se trataba de dar con la tecla adecuada. Y para el propósito que perseguía, sólo había una persona que pudiese ayudarle. O quizás debería decir un fantasma.
Horatio era un hacker que conoció hacía tiempo en el transcurso de una investigación de suplantación de personalidad en la web. Fue un tema muy delicado, porque en aquella ocasión se había molestado a personas muy influyentes de la Corporación. La inexperiencia del chico, y el precio que habían puesto a su cabeza, hicieron que la mitad de los mejores caza-recompensas informáticos se pusieran tras su pista. Y le pillaron. La licencia de Horatio para acceder a internet estaba en juego, y eso era tanto como acabar con su modo de vida, y con él en definitiva. Pero Zach logró demostrar su inocencia y la policía de Delitos Informáticos le cargó el mochuelo a otro desgraciado que no tuvo tanta suerte. Horatio era culpable, por supuesto, y Zach lo sabía, pero por alguna extraña razón aquel chico le recordaba a Sam y pensó que merecía la ayuda que no le había podido dar a su hermano muchos años atrás.
Desde entonces Horatio estaba en deuda con él.
Ahora el muchacho se había vuelto más listo. No se comunicaba con el mundo exterior y el mundo exterior no sabía que existía. Formaba parte de una comunidad de fantasmas que husmeaban en los sistemas de almacenamiento de quienes les daba la gana por un módico precio. Y no dejaban huellas. Vivían de eso. Para poder verlo sólo tenías que dejar unas claves en una página de comida rápida. Después él se ponía en contacto contigo. Si le interesaba el trabajo, te citaba en algún lugar de los barrios subterráneos que se extendían bajo las colmenas, y en los que vivían los miles de personas desahuciadas de la ciudad. Allí abajo casi nunca entraba la policía, pero por si acaso Horatio nunca pinchaba su terminal en la misma conexión.
En esta ocasión lo había citado en un cuchitril que apestaba a sudor y en el que hacía demasiado calor. El cuarto estaba demasiado cerca de los enormes conductos que se hundían profundamente en la tierra y transportaban el calor geotérmico a la colmena que estaba sobre sus cabezas.
Zach se sentó en la única silla que no estaba cubierta de cachivaches. Era muy difícil calcular la edad del chico a la única luz de una decena de pantallas de HLScreen. Su piel era tan blanca que casi relucía y estaba surcada por el denso mapa de carreteras azules que eran sus venas. Zach observaba con atención y reverencia mientras el chico trabajaba en los teclados. No era capaz de determinar con exactitud dónde acababa el hombre y dónde empezaban los terminales. En ocasiones Horatio le parecía más máquina que persona.
—¡Cojonudo, tío! Nunca me había encontrado con algo parecido. —La extrema obesidad del muchacho hizo que la silla gimiese cuando la desplazó hacia atrás para hablar con Zach—. No hay nada, menos que nada, diría yo. Pero no porque no lo haya, sino porque no sé si lo hay.
—Explícate, Horatio. Y nada de esos términos indescifrables de los vuestros, por favor.
—¿Quieres que entre en la NSA? ¿En los mismísimos servidores de la Corporación? No hay problema, amigo —comentó mientras engullía un montón de golosinas que Zach le había traído como ofrenda—. Ayer mismo cambié la ficha que el FBI tenía de un colega. Pero esto es muy diferente. No me deja entrar. Es como si estuviésemos hablando de protocolos que no se conocen.
—Me pierdo...
—Imagina que quieres entrar en una casa. Podrías hacerlo por la puerta, por las ventanas o incluso por la chimenea si eres Santa Claus. Bien, pues ahora imagina que sabes que es una casa, pero no ves por dónde tienes que entrar porque no hay puerta, ventanas o chimenea. Por lo menos yo no las veo.
—¿Cómo puede ser eso posible?
—Ni idea, amigo. Lo único que se conoce a ciencia cierta es su forma de proceder. En cuanto el Sistema de Salud detecta un nuevo caso de síndrome de Maugé, alguien del instituto se pone en contacto con el enfermo para ofrecerle sus servicios.
—¿Alguna voz crítica?, ¿algún descontento?, ¿alguien que se queje de cómo funciona?
—Otra vez nada. Todas las entradas en la web sobre el síndrome tienen origen institucional o de Memory Shelter. La web es el sistema más anárquico e incontrolable que existe. Totalmente democrático. Todo el mundo puede expresar su opinión y decir lo que piensa. Pero nadie piensa nada malo del Memory Shelter. Silencio absoluto. Eso no había sucedido nunca.
—Sigo sin entenderte, Horatio.
—Alguien está silenciando lo que no le gusta de todo lo que tenga que ver con el Memory en la web. Y para hacer eso tienes que tener mucho poder.
—¿Cuánto?
—A mí no se me ocurre una forma de hacerlo, y es mi especialidad... —dijo el muchacho mientras exhibía su sonrisa más zalamera.
Por experiencia, Zach sabía que cuantos más esfuerzos hacía alguien por parecer inocente, más culpable era. Ahora sí que estaba seguro de que había un armario de los cadáveres, y tenía que ser uno muy grande.
Si Horatio no había podido entrar, nadie podría. No se trataba de un problema de ética o de miedo; las personas como Horatio no tenían esos términos en sus diccionarios. Una montaña estaba para escalarla y las protecciones de un sistema para violarlas. Y no tenía duda alguna acerca de la capacidad de Horatio. Hacía esa clase de magia con las teclas que él odiaba y admiraba a partes iguales. Su kung fu era más poderoso incluso que el de la Policía Informática. Por eso estaba todavía en activo. Bien. No había puertas o ventanas visibles, pero eso no significaba que no pudiesen entrar. Esa misma mañana entre los dos diseñaron un plan.
Saldrían de pesca y utilizarían a Zach como cebo.
Horatio cambiaría lo que la web sabía de Zach. No era una buena idea que alguien descubriese que se dedicaba a husmear en los trapos sucios de la gente de forma profesional. Eso le llevaría un buen tiempo. El resto sería más fácil. Sólo sería preciso entrar en el Sistema de Salud y modificar ciertos parámetros de Zach para que Memory Shelter se interesase por él.
Después de eso esperarían a que mordiesen el anzuelo. Entonces entraría en Memory Shelter como un paciente más, buscaría a Sam y vería qué era eso tan importante de lo que quería hablarle y por qué le daba tanto miedo.

En la pantalla algo atrajo su atención e hizo que Zach despertase de sus ensoñaciones.
—La realidad no deja de sorprenderme, Ariadna. Se puede acceder a los archivos secretos del Vaticano o viajar de forma virtual a la Luna, pero al final lo mejor siempre acaba siendo utilizar los métodos tradicionales y la investigación de campo. Apaga la pantalla, por favor. Me voy a dormir. Mañana despiértame a las seis treinta. He de tomar el suborbital muy temprano para encontrarme con Horatio y ver sus progresos.
—Así lo haré, Zacharías.
Ariadna disminuyó la intensidad de las luces de la casa a medida que Zach avanzaba por el pasillo hacia su habitación. Los ojos de Milú se apagaron cuando el pequeño robot pasó al modo de ahorro de energía.


El doctor Stein había decidido quedarse de guardia. Estaba seguro de que esa sería la noche en la que todo cambiaría y no transcurrió mucho tiempo hasta que sucedió aquello que esperaba con impaciencia. A las tres y cuarenta y cuatro minutos de la mañana el durmiente abrió los ojos. Jan Stein dio orden a Madre para que desconectase los cuerpos y se dio prisa en entrar en la sala. Quizás fuese una tontería, pero deseaba que su cara fuese la del primer hombre que el ser viese al despertar. El parecido con Robert era aterrador. El doctor ordenó a sus hombres que retirasen el cuerpo totalmente consumido que reposaba sobre la otra mesa.
—Hola, Robert —saludó el doctor Stein al ser recién nacido.